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Hablando Claro

| Miércoles 05 septiembre, 2007


Hablando Claro

Vilma Ibarra

El largo camino desde Escazú hasta Tres Ríos se me convirtió en vía crucis. El torrencial aguacero y el torrente vehicular que por estos días nos tienen amedrentados en ánimo y energías en esta prisión urbana que no alcanza a ofrecer alternativas reales de infraestructura vial mientras crece contradictoria, acelerada y desproporcionadamente en centros comerciales, condominios y flotas vehiculares, me hacían sentir exhausta.
Por fin, después de casi una hora logré salir del atascamiento gigante del que formaba parte hasta llegar a un claro gris de asfalto en la avenida diez donde creí que iba a recuperar el aliento y la tranquilidad para continuar el camino. 

Me detuve frente al semáforo de esa esquina terrible y dolorosa donde se apostan drogadictos a pedir limosna (eso creía yo) apenas unos metros al este de la Soda Castro. Tuve un presentimiento. Una alerta interna. Uno de los muchachos se acercó y me pidió dinero. Con cautela bajé la ventanilla, saqué unas monedas y se las entregué. Pero no fue suficiente. El chiquillo —ya avejentado por la acción de las drogas que le marcaban surcos en el rostro— me miró a los ojos y me mostró su arma: un clavo de acero que brilló en medio de la lluvia y la oscuridad de aquella noche. Lo volví a ver. Seguro que no tendría siquiera 18 años.
Es muy poco, me dijo, deme más o… (y señaló su arma).
No sé cómo, pero entablé un diálogo con mi amenazante interlocutor. ¿Pero cómo se te ocurre? ¿Cómo me vas a hacer eso? Le dije. Pues deme más, fue toda su respuesta. Pero no tengo casi nada y necesito plata para el peaje, repliqué torpemente. Aquello no parecía real. Y como no era cosa de indisponerlo le entregué lo que quedaba y le dije tratando de usar su mismo lenguaje: “qué mala nota, qué mala nota, cómo se te ocurre asustarme así”. En ese momento se encontraron nuevamente sus ojos con los míos. Yo pensé en mis hijos. No tengo idea qué habrá pensado él, pero lo cierto es que hizo un gesto y me dijo “váyase”.
Obedecí, aceleré y unos metros después pude percatarme de que mis manos temblaban al volante mientras seguía el camino…
Desde el jueves no he podido dejar de ver el rostro de ese muchacho.

Y el fin de semana cuando le conté este episodio a un grupo de compañeras, dos de ellas narraron sucesos similares ocurridos también por estos días en la vía de circunvalación entre Hatillo y San Sebastián.
Me pregunté entonces de qué tamaño es el problema. Y me respondo que el problema es grande cuando la verdadera amenaza es que estamos perdiendo jóvenes por montones, al mismo tiempo que aumentan nuestros miedos y temores y nos encerramos y nos aislamos unos de otros cada vez más…
Después de todo, mi integridad física nunca estuvo en peligro. Porque el chiquillo no tenía intención de dañarme a mí. Le basta con amenazar con su intenso odio de hambre y carencias la integridad de las carrocerías de nuestros vehículos; tal vez uno de los símbolos más significativos de lo que no tienen. De lo que no tendrán…

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