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Tomas Nassar tnassar@nassarabogados.com | Jueves 25 octubre, 2007


Pekín- Uno. Comenzamos a descender. En el monitor de mi asiento Ulaanbaatar. Imposible ordenar los pensamientos. Surgen atropelladamente y se confunden unos con otros sin permitirse concluir una sola idea coherente. Como si se pudieran tomar mil imágenes con las manos y enlazarlas en la mente para que no vuelen. Chinggis (“Gengis”) Khan. Desde la ventana, serpenteando en las cimas de las montañas, la Gran Muralla. La obra más importante de la humanidad. Siete mil seiscientos kilómetros nos asegura la guía. Más que la distancia entre Buenos Aires y la Ciudad de México. 1.500 años de construcción. 400 mil vidas sepultadas bajo esas piedras, dice la historia. Cierro de nuevo los ojos y trato de comprender, de realizar que estoy aquí, volando entre Mongolia y China, al otro lado del mundo, de mi mundo, dispuesto a tocar tierra en ese milenario y misterioso país.

El aeropuerto es un hervidero. La multitud camina en la misma dirección fluyendo por los puestos de control. Migración; primer encuentro con la biculturalidad. Dos chinitas, que me atienden en perfecto inglés, me reciben con una enorme sonrisa que me da la primera sensación de ser completamente bienvenido, percepción que no he perdido ni una sola vez hasta este momento. La simpatía de la gente es evidente y su alegría contagiosa. El gafete con sus dos nombres, el oficial en mandarín y, posiblemente más que una traducción, el otro, el adoptado para ser reconocibles por los extranjeros. Versión occidental: Sunny, Summer, Rachel, Wendy. La revisión migratoria y aduanera fue expedita en un aeropuerto donde las voces de miles de pasajeros acallan las enormes turbinas de grandes aviones de todas las banderas imaginables.

Una sucesión interminable de taxis idénticos se desliza recogiendo pasajeros, muchos, como nosotros, perplejos por no saber si el conductor tendrá idea de hacia donde vamos, o queremos ir. Partimos con los dedos cruzados y una oración en los labios. Queremos llegar a donde vamos, sin perder la vida en el intento por abrirse campo en una especie de carrera demencial del tráfico enorme de esta ciudad enorme. No queremos que un accidente nos anticipe una recepción indeseable.

Las primeras impresiones de Pekín son de incredulidad. Dimensión, tamaño, longitud, son conceptos imposibles aquí. La incontable cantidad de grúas confunden el horizonte con un enorme bosque de metal amarillo. Podría intentar cualquier amalgama de palabras e ideas para describir la visión de la ciudad: miles de carros, de las marcas más costosas, miles de altísimos edificios, miles de construcciones, calles impecables, tan limpias como no he visto en muchas otras ciudades, parques llenos de árboles y flores multicolores. Grandeza, magnificencia. No habrá posibilidad alguna de que pueda plasmar en palabras lo que veo. Tampoco creo que las cifras económicas puedan representar de lo que se trata.

El doctor Wang, nuestro amigo, nos cuenta mientras tomamos un café el sábado en la tarde en sus oficinas en pleno Pekín: “hace veinte años, cuando llegué por primera vez, mi corazón dio un vuelco al ver la Ciudad de México. Pensé, ojalá algún día China llegue a ser tan desarrollado como América Latina”.

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