Trotando mundos
Humberto Pacheco humberto.pacheco@pachecocoto.com | Martes 30 octubre, 2007
Se nos hace difícil entender que poción adormecedora ó hipnótica hay en el aire ó el agua de nuestro país que atonta a las personas al punto de impedirles ver lo obvio y actuar eficientemente en respuesta. Ya ni las cifras demoledoras de muertes causadas por chóferes ebrios es suficiente para despertar una reacción rápida y racional en los diputados, que logre una ley que ponga coto a esta carnicería humana e infame y termine con los conductores borrachos en la cárcel. Como se da en la mayoría de los países desarrollados.
Los dimes y diretes, centímetros más ó menos de ego que cada cual logra ensartar en los proyectos que interminablemente se debaten, desbancan el urgente tema de fondo y se suman a otro gravísimo atropello, valga el retruécano, el de poder irse del sitio del accidente que uno mismo ha causado bajo el derecho “constitucional” a no incriminarse. Lo que en la mayoría de los países civilizados es causal agravante del delito, nuestros filosóficos juristas han decidido que es un derecho del conductor ebrio —a quien ya no podrá demostrársele su ebriedad cuando por fin se le localice muchas horas después— a no auto-incriminarse.
Esto sin entrar al análisis de la enorme falta de humanidad que representa el abandonar a una persona moribunda en la carretera. A esta aberración la sigue muy de cerca el derecho a no usar cinturón de seguridad sí no se quiere, no otra cosa que una excepción a la prohibición de suicidarse decretada por los jueces.
A lo anterior se unen ciertas ideas disparatadas como subir significativamente el monto de las multas de tránsito sin haber antes saneado la corrupción entre los inspectores, con lo cual solamente se logra que la “chisa” que demanden éstos pueda ser más grande.
Ya en el ámbito más amplio de los problemas generales de tránsito de nuestro país, la división de ingeniería parece haberse especializado jugando al fútbol ó en clases de costura, porque la demarcación de las carreteras —allá donde la hay— es tan absurda que estimula su desobediencia. Con frecuencia nos hemos encontrado viajando detrás de un vehículo que no tiene prisa por llegar a ninguna parte, inhibidos de sobrepasarlo, porque no obstante se trate de una recta larga en que se puede hacerlo con seguridad, la línea demarcatoria amarilla es continua. Parece que quien la pintó no quería molestarse en cambiar el pitillo de la pistola y simplemente se fue todo el camino con la línea ininterrumpida.
Por su parte, los límites de velocidad de 40 kilómetros por hora, que no hemos visto en ningún país más que dentro de ciudades y pueblos, nunca en la carretera principal, por más estrecha que ésta sea, ni al pasar por un pueblito, y los constantes cambios de velocidad permitida con que se topa un conductor con excesiva frecuencia, en carreteras que permiten un flujo más rápido, hacen del respeto a la ley una quimera y que una muy aplastadora mayoría de conductores la infrinjan impunemente. A la gente no le gusta respetar las reglas absurdas.
Hemos leído en la prensa europea que no es la velocidad razonable sino la imprudencia y el irrespeto a las normas y señales de tránsito lo que ocasiona accidentes. Entre éstos, gran cantidad se originan por conducir en estado de ebriedad.
Es hora de que, nueva Ley de Tránsito ó no, se legisle rápidamente una seria sanción a la ebriedad al conducir que encarcele a esos potenciales asesinos y les mande un mensaje estremecedor. Y que quienes causen heridas ó muerte vayan por largo plazo a prisión sin tener a su alcance los recursos de reducción de pena. Dura lex, sed lex.
Los grandes males demandan grandes soluciones.
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