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COLUMNISTAS


¿Por qué debemos hablar de impuestos?

Carlos Camacho ccamacho@grupocamacho.com | Martes 14 diciembre, 2021


La respuesta es simple. Por poco que nos guste, son una realidad tan inexorable como la muerte. Ya lo decía así Benjamín Franklin hace más de dos siglos.

La seducción de tener una sociedad idílica en la que no existan obligaciones tributarias seduce tanto a quienes han dedicado su vida al realismo mágico como a quienes, siendo versados especialistas en materia económica, pretendiendo la plena libertad, llegan a la más reducida de las dimensiones de necesidad de un sistema tributario mínimo.

Estamos siendo endulzados por la diversidad más amplia de discursos de cara a las próximas elecciones, que enfrentará a una veintena de candidatos a ocupar la silla presidencial de nuestro país. Conviene que tengamos claridad y algunos elementos de discernimiento respecto de ese mundo de promesas que hacen los pretendientes de nuestras voluntades, para llevarlas a la condición de la famosa serpiente del Génesis.

Para entender la necesidad que da origen a la necesaria existencia de un sistema tributario, es necesario entender la diferencia entre éste y un sistema fiscal.

Las sociedades modernas, las democráticas, hemos definido una serie de funciones y actividades que el Estado debe proveer a sus habitantes, con el fin de que estas puedan ser gestionadas con un ánimo de servicio y no de lucro, tutelando bajo el principio de interés público algunos bienes y derechos de todos o, al menos, de una mayoría significativa.

El ánimo de lucro no es pernicioso en sí mismo, pero, debido a la naturaleza de algunos de los bienes jurídicos a tutelar, pueden llegar a representar conflictos de intereses entre el interés público o general y el interés privado o particular.

Por supuesto, el discernimiento de estos conflictos actuales o potenciales se dirimen en el ámbito de premisas de orden ideológico. Así tenemos que en el extremo del péndulo hay quien defiende la completa estatización de las actividades humanas, como en el otro la absoluta desaparición - al menos en el plano teórico - del Estado como participe en dichas actividades.

Entre los dos extremos del péndulo surgen una serie de claroscuros que son representados por la diversa oferta ideológica que se manifiesta en lo electoral a través de organizaciones denominadas partidos políticos. Algunos de estos esfuerzos son, efectivamente partidos, mientras otros son iniciativas personalísimas de intereses concretos que asumen el rol de los partidos políticos para causas muy propias de un individuo y una selecta minoría de sus beneficiarios.

Esta distinción, no se resuelve de manera sencilla. No resulta de la historia. Responde a la actualidad de coherencia entre las organizaciones electorales, sus predicados, sus verdaderos y legítimos intereses, su forma de organización, más que a la novedad o larga data de la propuesta que se abandera.

Los impuestos son el anverso de la moneda que debe responder a las preguntas relativas a qué funciones y responsabilidades deseamos que tenga el Estado en la vida cotidiana de los habitantes. A cuáles son los compromisos que históricamente se atribuyen a éste a través del tejido de la historia, que le dan contorno al actual papel del Estado y a las posibles nuevas formas de gestionarle.

De ahí la importancia que, al estudiar las propuestas electorales que algunos con seriedad plantean en sus planes de gobierno, debamos leer primero cuál rol se le pretende atribuir al Estado. Pero también cómo, partiendo de la actual existencia de roles acumulados, se hace plantea la transición de la condición actual a la condición propuesta.

Esto es más fácil de comprender cuando vemos algunos ejemplos cotidianos en nuestros países para gestionar áreas críticas de la vida social y qué pasos proponen los oferentes electorales para pasar de la condición actual a la propuesta. Así podemos hacer el correlato funcional de las cosas públicas, con la forma de financiar esas acometidas sociales.

Cuando un país le atribuye a una serie de órganos del estado, por los medios democráticos, de mandatos constitucionales o legales, una serie de obligaciones divididas a nivel funcional y operativo está planteando el lado del presupuesto que, en materia fiscal, denominamos gasto público.

Si se espera que sean los órganos públicos los que provean de seguridad ciudadana, salud, educación, creación o gestión de obra pública, promoción de la cultura y el deporte, el cuidado y la preservación del medio ambiente entre una larga lista de etcéteras que hoy tenemos y a los que podemos seguir sumando según la aspiración de los habitantes, sus necesidades y sus fines de convivencia social; estamos respondiendo no solo el gasto público corriente de los años respectivos, sino que, a la vez, estamos dando al menos el piso de la construcción del sistema fiscal en su ámbito del gasto.

Definidas las funciones y su costo, es válido evaluar la eficiencia que esperamos en el cumplimiento de los objetivos. Eso tiene una relación directa con la forma de reclutamiento, remuneración y gestión de los recursos. En el caso costarricense, el proceso tiene una serie de características revisables como las relaciones de obligatoriedad de cumplimiento en las contrataciones y compras públicas, así como las amarras que dan las reglas del servicio civil en materia de personal estatal.

Aún con la voluntad de pasar de la condición actual de las cosas en materia de gasto a una más eficiente, debemos admitir y entender que esto no se logra de un plumazo. No es un paraguazo de “Mary Poppins”, sino un compromiso país de largo plazo, que requiere de un consenso nacional expresado institucionalmente en la acción de los Poderes del Estado, para redefinir el tamaño, la eficiencia y las funciones que le atribuiremos a la sección de gasto público.

Una vez definido el tamaño del gasto público corriente debemos incluir dos grandes componentes adicionales: el pago de lo que ya nos comimos, todos o algunos, pero como sociedad en conjunto, que lo debemos retribuir tanto en el servicio de la deuda (intereses) como en el pago del principal de esta.

Como si no bastara, debemos agregar otro costo: El costo de las exenciones. El costo de todos aquellos que legalmente tienen, mantienen o pretenden tener o mantener el derecho de no contribuir mediante exenciones totales o parciales. Ese costo es parte del gasto público. Al gravar a quienes no gozan de exenciones, estos pagan lo que los que sí las tienen no desean, no pueden o no les gusta pagar, a pesar de su deber constitucional de contribuir a las cargas públicas.

Una vez hecha la sumade los gastos públicos, debemos responder a las preguntas de: quién, cómo, y para quién se financiarán dichas estructuras de gastos.


La respuesta la dan dos vertientes concretas: la mayor deuda que estemos dispuestos a asumir, con su consiguiente costo de servicio por intereses, así como cuánto nos quieran prestar las instituciones financieras nacionales o internacionales, y qué porción del ahorro privado vamos a dedicar a la captación mediante instrumentos de deuda en el mercado local e internacional.

De la decisión de cuánto vamos a tomar del ahorro del sector privado nacional estamos definiendo de plano, cuántos recursos van a quedar libres para el uso en inversión y creación de nuevas empresas, o el sostenimiento y apoyo a las que quedan aún, pero que requieren ser financiadas. También definimos el costo que tendrán estos recursos al competir con tasas de interés presionadas al alza, que debe pagar el gobierno para comerse la “primera tajada” del pastel y así evitar recurrir a la revisión de los ingresos fiscales.

Una vez definido y logrado el financiamiento parcial del gasto público, con deuda interna y externa, debemos ver cuánto se está recaudando mediante los tributos en su conjunto, así como en cada uno de los rubros que lo componen.

La diferencia entre el gasto público, incluidas las exenciones, y el endeudamiento logrado, darán el valor que se debe financiar mediante impuestos o mediante déficit fiscal.

Si bien esta es una construcción compleja, es más complejo no comprender por qué existen los impuestos. Es muy fácil matricularse en la tesis de “eliminemos los impuestos.” Pues estos han sido desde antes de la Era actual medios económicos demostrativos de dominación de los pueblos.

Sin embargo, quien responsablemente quiera dar una respuesta consistente con la realidad y no diga todo lo que hay detrás de un sistema impositivo, siendo este solamente uno de los dos grandes pilares del sistema fiscal, falta a la verdad, crea ilusiones que son simiente de desilusión cuando la inexorable conversación con la realidad enfrente estas propuestas seductoras de eliminemos los impuestos.

Tampoco es de recibo seguir a quienes, sin valorar la eficiencia, tamaño, oportunidad y pertinencia de las funciones del Estado, simplemente le pretenden seguir engordando de manera mórbida hasta alcanzar niveles mortales, cerca de los que nos han puesto a hoy los irresponsables gobiernos del derroche de lo que no hay, como si fuera propio, apropiándoselo, abanderando, la sencilla consigna, que es igualmente facilona e irresponsable que reza, que los ricos paguen más.

Ni una ni otra propuesta de fácil bandera electoral son viables sin partir del principio de la realidad: Tenemos un Estado que tiene el tamaño de hoy, que debemos recortarlo, hacerle eficiente, manejarlo con austeridad y astucia financiera, revisar a los exentos para que una vez racionalizada la parte del tema fiscal que versa sobre los gastos, podamos responsablemente asumir posiciones coherentes y de equilibrio en materia de los impuestos.

Los impuestos no son un querer de los pueblos, son han sido y serán, el costo de contribuir con las cargas públicas, pasadas éstas por un responsable escrutinio, “ni tanto que queme al santo ni tanto que no lo alumbre” decían nuestros antepasados.

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