Especialistas, todólogos o… ninguno
Andrei Cambronero acambronerot@gmail.com | Jueves 05 octubre, 2017
Especialistas, todólogos o… ninguno
Zapatero a tus zapatos. Esa sería la respuesta si alguien pidiera resumir, con una frase de la cultura popular, uno de los principales postulados de la filosofía política platónica. Cuando cada quien se dedique a lo suyo, sin traspasar —cuando no invadir— la parcela de especialización de otros, estaremos en un alto nivel de funcionalidad social, decía quien, sin ser precisamente un demócrata en la acepción que hoy conocemos, estaba preocupado por cómo estructurar la institucionalidad griega.
Quizás si preguntáramos por la calle, dejando de lado los refinamientos del lenguaje academicista, oiga señor, ¿estaría Ud. de acuerdo si le arreglara el daño en su vehículo un experto en enfermedades del trópico?; o tal vez si tratáramos de ofrecer —a una joven viandante— una invitación gratuita para que el mejor de los marmolistas le atienda su dolor de muela, las reacciones fueran de asombro seguidas por un rotundo no.
Paradójicamente, quienes eran considerados los expertos para regir la polis (los políticos y los filósofos) hoy —casi 2.500 años después— para un sector no despreciable de la población resultan ser quienes jamás deberían tener (o volver) al poder. Ejemplos de ello, los encontramos en las arengas contra la politiquería tradicional (discursos antipolítica) o en la constitución de gobiernos de técnicos como ocurrió en Italia, frente a una crisis, a inicios de esta década.
Pese a lo provocador que es el tema sobre quién y cómo debe gobernarse, hoy no será el momento para discurrir sobre él. Los anteriores planteamientos han sido tan solo una contextualización de lo que realmente nos ocupará: la especialización como algo deseable vs. el gen de todólogos.
Hay parcelas de la vida y del conocimiento que solemos aceptar —sin mayor reparo— como privativas de una comunidad de especialistas. Usted, de seguro, no discutiría sobre un tratamiento médico para curar una enfermedad que podría ser fulminante si no se atiende como es debido; posiblemente, no se represente una discusión —con el ingeniero responsable de la construcción de una represa— acerca de la cantidad de acero que debe colocarse en la estructura.
Sin embargo, si por la calle, en el círculo de amigos, en el trabajo o en cualquier otro ambiente en el que se tenga la oportunidad de "tomar el micrófono", se inquiere por la criminalidad, probablemente se tome una postura muy a lo Pensador de Rodin para dar la receta que, en muchos de los casos, será punitivista. De igual modo, toda persona es una experta en fútbol, máxime si se trata de una época de gran actividad como lo son las justas mundiales; todos sabían a quién debía pasársele el balón para lograr la anotación, no faltará quien presumía hacia dónde iba ser tirado el penal y cientos tendrán la alineación y acomodos perfectos; empero, como se cuestionaba un apreciado profesor de Teoría Sociológica, ¿qué es saber de soccer? Será acaso ver todos los partidos, conocerse al dedillo los nombres de los jugadores de todos los equipos, manejar estadísticas, saber practicar en sí mismo el deporte, todas las anteriores o ninguna de ellas...
Tratándose de los problemas sociales no sucede distinto. Cada cual tiene su pomada canaria para desaparecer la pobreza, todos sabemos cómo erradicar la corrupción y ni que decir de solventar los problemas macro y micro económicos. Existe un impulso cuasi natural a dar nuestro veredicto acerca de todo aquello por lo que se nos pregunta, siempre que —insisto— nos sintamos entre compas o con personas cuyo conocimiento acerca del tema en cuestión es menor.
A este momento no faltará alguien que —con gran acierto— replique: yo puedo ejercer mi libertad de expresión o, en una formulación más elaborada, la deliberación de los ciudadanos es deseable en democracia. No obstante, todo derecho tiene aparejadas responsabilidades y, además, una opinión no es lo mismo que una ocurrencia. En las opiniones debe primar el carácter razonable de lo que se dice: se dieron argumentos o razones por las cuales pienso tal o cual cosa; en contraposición, la ocurrencia es algo más espontáneo, instintivo y, podría decirse, irreflexivo.
Para decirlo en breve, si nos sentimos en un ambiente seguro y controlado somos ocurrentes, nos desbocamos, sabemos de todo y tenemos la respuesta para todo. El gen de todólogos se manifiesta, la creatividad aflora y conocemos desde cómo pegar un botón hasta cuál es la fórmula perfecta para optimizar el rendimiento del motor de plasma.
Que cada quien tenga una postura frente a cualquier fenómeno o idea no es malo per se; de hecho, es encomiable el involucramiento en los asuntos que importan al colectivo. Ser ciudadano no solo va de tener derechos, es también ensuciarse las manos. Mas, para ello, hay que tener dominio de los temas.
Lo interesante, más bien, es que —cual fractura cognitiva— reconocemos la bondad del criterio experto, pero tornamos la nuestra, muchas veces ocurrente, en LA postura infalible. Las constantes libertades que nos damos para exhibir nuestro punto de vista —normalmente poco pulido— nos acostumbra a tener la razón; total, siempre nos movemos en espacios blindados por el confortable sesgo de confirmación.
Así, hacemos genuflexiones ante lo que muestra erudición, pero luego de abandonar los reclinatorios, obviamos ese respeto "al que sabe", porque —muy en el fondo— estamos convencidos de que, en gran parte de los escenarios, el único que sabe soy yo.
Ese quizás sea uno de los comportamientos más difíciles de superar como especie; pero, antes de frustrarnos, negarlo o simplemente obviarlo, perdonémonos unos a otros nuestros desvaríos, como ya lo aconsejaba Popper.
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