El precio del éxito
| Jueves 08 marzo, 2012
El precio del éxito
Crecer en Taiwán en la posguerra en cierta forma no era complicado, sino más bien muy simple.
Los estudiantes vivíamos el ciclo de “graduarse y hacer examen”, que significaba que lo único que debías hacer era graduarte de la escuela y hacer el examen de admisión del colegio, graduarte del colegio y hacer el examen de la universidad.
La vida consistía en estudiar y hacer exámenes y luego avanzar. Avanzar a otra institución, usualmente implicaba mudarse lejos de tu pueblo natal e ir a vivir en residencias estudiantiles, aun a los 12 años, como me tocó a mí.
No existía la necesidad de tomar grandes decisiones (o de reflexionar lo que querías en la vida), pues aun en la universidad daba lo mismo escoger casi cualquier profesión, por la gran falta de trabajo en la Taiwán posguerra (éramos colonia japonesa hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945).
La gran mayoría de profesionales terminaban dando clases en colegios o institutos técnicos, como fue mi caso, pues estudié educación para el hogar y me fui a trabajar al colegio de mi pueblo natal, Puli.
Finalmente tuve que enfrentarme a los grandes dilemas y retos de la vida cuando emigré a Costa Rica en los años 70. Encontrarme con grandes retos simultáneamente: otra cultura ajena a la mía (no hablaba nada de español), ser madre jefa de hogar, y no tener ni dinero ni trabajo.
Tuve que trabajar muy duro y a veces hacer algunas cosas muy inusuales para una mujer, aunque yo no las veía anormales. Cosas como pintar, cortar el césped, lavar el carro, eran recibidas con expresiones de parte de la gente como “¡que eso lo haga un hombre!”.
Además de esto la barrera cultural se presentaba, pues al empezar mi primer negocio como dueña de una guardería, tenía problemas para ganarme la confianza de los futuros clientes, pues asumían que lo único que podía hacer era cocinar en un restaurante.
Incluso siendo ya una empresaria exitosa, inspeccionando construcciones era recibida con frialdad de parte de los obreros y maestros de obras, pues no les gustaba ser mandados por una mujer.
Sentía que aun siendo igual de educadas que los hombres, no somos recibidas de la misma forma en el mundo real.
La vida me ha enseñado que ante la adversidad no hay que llorar, sino pensar realmente en una solución.
Es como si la vida te tirara dentro de un pozo oscuro: no se gana nada llorando, sino poniéndose de pie y comenzando a tratar de salir.
Les aconsejaría a las mujeres de hoy que hay que tener paciencia y mucho valor, sobreponerse a los obstáculos y seguir adelante. Y no subestimar el papel de las mujeres en el mundo, pues como madres no debemos solo parir hijos, sino educarlos para que ellos hagan de nuestro mundo, un mundo mejor, como lo dijo en su poema William Ross Wallace: “La mano que mece la cuna es la mano que conquista el mundo”.
Sara Lo
Directora del Colegio Victoria
Crecer en Taiwán en la posguerra en cierta forma no era complicado, sino más bien muy simple.
Los estudiantes vivíamos el ciclo de “graduarse y hacer examen”, que significaba que lo único que debías hacer era graduarte de la escuela y hacer el examen de admisión del colegio, graduarte del colegio y hacer el examen de la universidad.
La vida consistía en estudiar y hacer exámenes y luego avanzar. Avanzar a otra institución, usualmente implicaba mudarse lejos de tu pueblo natal e ir a vivir en residencias estudiantiles, aun a los 12 años, como me tocó a mí.
No existía la necesidad de tomar grandes decisiones (o de reflexionar lo que querías en la vida), pues aun en la universidad daba lo mismo escoger casi cualquier profesión, por la gran falta de trabajo en la Taiwán posguerra (éramos colonia japonesa hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945).
La gran mayoría de profesionales terminaban dando clases en colegios o institutos técnicos, como fue mi caso, pues estudié educación para el hogar y me fui a trabajar al colegio de mi pueblo natal, Puli.
Finalmente tuve que enfrentarme a los grandes dilemas y retos de la vida cuando emigré a Costa Rica en los años 70. Encontrarme con grandes retos simultáneamente: otra cultura ajena a la mía (no hablaba nada de español), ser madre jefa de hogar, y no tener ni dinero ni trabajo.
Tuve que trabajar muy duro y a veces hacer algunas cosas muy inusuales para una mujer, aunque yo no las veía anormales. Cosas como pintar, cortar el césped, lavar el carro, eran recibidas con expresiones de parte de la gente como “¡que eso lo haga un hombre!”.
Además de esto la barrera cultural se presentaba, pues al empezar mi primer negocio como dueña de una guardería, tenía problemas para ganarme la confianza de los futuros clientes, pues asumían que lo único que podía hacer era cocinar en un restaurante.
Incluso siendo ya una empresaria exitosa, inspeccionando construcciones era recibida con frialdad de parte de los obreros y maestros de obras, pues no les gustaba ser mandados por una mujer.
Sentía que aun siendo igual de educadas que los hombres, no somos recibidas de la misma forma en el mundo real.
La vida me ha enseñado que ante la adversidad no hay que llorar, sino pensar realmente en una solución.
Es como si la vida te tirara dentro de un pozo oscuro: no se gana nada llorando, sino poniéndose de pie y comenzando a tratar de salir.
Les aconsejaría a las mujeres de hoy que hay que tener paciencia y mucho valor, sobreponerse a los obstáculos y seguir adelante. Y no subestimar el papel de las mujeres en el mundo, pues como madres no debemos solo parir hijos, sino educarlos para que ellos hagan de nuestro mundo, un mundo mejor, como lo dijo en su poema William Ross Wallace: “La mano que mece la cuna es la mano que conquista el mundo”.
Sara Lo
Directora del Colegio Victoria