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El innombrable

Redacción La República redaccion@larepublica.net | Viernes 03 octubre, 2008


El innombrable

Luis Valverde

La primera vez que escuché el mote fue a un grupo de periodistas venezolanos que habían apostado $1 por cada vez que dijeran su nombre original.
“El innombrable”, le decían, para no tener que mencionar su nombre real cada vez que periodistas, políticos, gerentes y quien fuera que se toparan en la calle, les preguntaban sobre la política de su país.
Dos años después el sobrenombre ha perdurado, al punto que —según colegas— se ha popularizado en el gremio.
Y es que, queriéndolo o no, los venezolanos se han convertido en el centro de discusión por excelencia de cualquier grupo de latinoamericanos que se encuentre dentro o fuera del continente. El innombrable se ha convertido en la sombra que los sigue día y noche, es su karma, es su tema de discusión, es sus sueños y sus pesadillas, es, sencillamente, el centro de sus vidas.
La última vez que escuché el sobrenombre fue hace una semana. Es una forma de hablar de quien no se quiere hablar, de llamar a quien no se quiere mencionar, es, simplemente, un berreo.
Así me lo explicaba mi colega venezolana mientras hurgábamos entre los ventanales de una tienda, preocupada de que sus compras no sobrepasaran los $500, monto máximo de dólares que su gobierno le permite comprar cada año.
¿Y cómo haces si tienes que salir varias veces de tu país?... los viáticos, la comida…
La tarjeta de crédito. Sí, esa misma que te cobra intereses, y que aun teniendo ahorros, te ves obligado a usarla. Eso sí —exclamaba— no hay que sobrepasarse de los $3 mil al año, y todos los gastos hay que justificarlos ante el Estado.
Control monetario para evitar la dolarización y el mercado negro, pienso en mis adentros, tratando de justificar que un gobierno diga a sus pobladores cuánto gastar, y cómo hacerlo.
Pero la discusión iba más allá.
Apurada mientras buscaba un cigarro en su cartera para calmar el frío —no sé si el causado por la noche o al que ha sido sometido su ego de periodista ante tantas preguntas sin respuesta—, me confesaba, con algo de pena, cómo la realidad de su país la ha obligado a buscar un segundo trabajo.
—La plata no da —exclamaba mientras de su bolso sacaba una especie de talonario celeste.
—Nos pagan con esto, chico, mira.
Cestatickets.
Confieso que fue la primera vez que oía esa palabra, que pronunciada con acento caraqueño, me sonaba más a broma que a algo serio.
Los papelitos, similares en tamaño a un cupón de rifa de automóviles de cualquier gasolinera, forman parte del pago mensual de cualquier trabajador público o privado.
Son una forma de pago en especie. Aunque una parte del sueldo se otorga en dinero, la otra es en cupones de este tipo, intercambiables por comida, pagos en tiendas o servicios como el transporte público, con la diferencia de que no cuentan para aumentos salariales, pensión, ahorro para cesantía o cualquier otro aporte social.
No logré contar la cantidad de tabacos consumidos por mi colega esa noche, explicándome el detalle de los cupones y para qué servían. Cuando al final pregunté sobre la supuesta inclinación social de su gobierno y la contradicción con los mecanismos de pago y de gastos, la respuesta fue más que sincera: Encogiéndose de hombros, lanzó una sonrisa tímida seguida de un silencio frío como la noche… La verdadera respuesta —presumo— es innombrable.





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