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Vilma Ibarra vilma.ibarra@gmail.com | Miércoles 17 septiembre, 2014


La petición de declarar libre de transgénicos el territorio nacional es algo así como una “declaración de principios”


Hablando Claro

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Más allá de los incuestionables derechos básicos de alimentación, techo, abrigo y educación, así como de otros civiles y políticos, el ejercicio de la condición de la libertad humana tiene relación directa con el acceso a la información que nos permita tomar decisiones correctas ética y moralmente.
“La naturaleza es con la gente”, señala insistente el Presidente de la República en relación con la necesidad de observar argumentos racionales que nos conduzcan a adoptar decisiones sociales respecto de temas cada vez más acuciantes, como la ejecución de proyectos de generación eléctrica limpia en un país que apenas explota la quinta parte de su potencial y posee paradójicamente tarifas altísimas, a cuenta de no poder o no querer encarar debates racionales y razonables sobre proyectos de bien común. Nos preocupa la incapacidad dialógica que mostramos.
Una sociedad que otrora generó grandes acuerdos políticos hoy tiene un déficit enorme en la construcción de soluciones consensuadas para enfrentar los retos que nos permitirían avanzar hacia mayores estadios de desarrollo.
En esta misma línea, el mandatario recibió una petición sui géneris de los grupos ambientalistas en la presentación del informe de los 100 días: le pidieron que se pronunciara sobre una posible moratoria a los transgénicos.
Averiguando de qué se trataba, me enteré con sorpresa de que en Costa Rica no se cultivan comercialmente productos agrícolas a partir de semillas genéticamente modificadas (esos son transgénicos) derivados de la biotecnología; es decir de la investigación científica.
Entonces, la petición de declarar libre de transgénicos el territorio nacional es algo así como una “declaración de principios” (lo que se ha venido mostrando como un gran logro en no pocos municipios del país).
Una bandera de lucha contra un supuesto enemigo de la salud pública, que de ser tan malo como aducen estos grupos, sería necesarísimo a los efectos de adoptar una política pública contra un mal humano.
Pero no es así. Y tampoco es un problema nuestro, sino bastante generalizado. Busque en internet “20 preguntas sobre los alimentos genéticamente modificados” de la Organización Mundial de la Salud. El ejercicio permite entender que la discusión mundial en torno a los transgénicos es más de carácter ideológico, que técnico-científico.
Por ejemplo, en Estados Unidos, el 67% de los consumidores rechaza los transgénicos porque el nombre (transgénico) les genera temor.
En un mundo en el que mueren de hambre 5 millones de seres humanos (3,1 millón de niños) al año, esta discusión debería ser mucho más racional y desprejuiciada. Porque aunque los transgénicos no solucionarán el hambre, sí ayudarán a enfrentar el inmenso desafío de proveer semillas resistentes a las plagas y el cambio climático para alimentar a los 9,5 billones de habitantes en el planeta en 2050.
Sin ir más lejos, en Costa Rica declarar el territorio libre de transgénicos podría conducir a la prohibición de la insulina (un transgénico indispensable) o las membranas de piel que se producen para salvar vidas. Ni más ni menos que devolvernos cientos de años en el desarrollo médico científico.
 

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