Orlando Mondragón, el médico mexicano que transforma la muerte y la enfermedad en premiada poesía
Diana Massis - CentroaméricaCuenta@BBCMundo | Jueves 25 mayo, 2023
Estos poemas salen del hospital, de la sala de reanimación o de la de partos, de un pabellón quirúrgico o de la unidad de cuidados intensivos cuyos monitores de pronto se apagan; salen de una camilla, de una jeringuilla, o una herida profunda, un hueso roto, un corazón en paro.
Son creación del médico y poeta mexicano Orlando Mondragón, (Ciudad Altamirano, México, 1993), quien en 2021 ganó el premio Loewe con sus "Cuadernos de patología humana", poemario que escribió con su bata blanca, su estetoscopio y su intuición. Fue el primer autor menor de 30 años en recibir el galardón.
Mondragón toca, ausculta, dice:
Ahora respire. Diga treinta y tres
Treinta y tres. Diga uno
Inhale y exhale
Tosa
¿Aquí duele?
¿Y aquí?
Pero también entuba, aprieta un pecho con fuerza, quiebra costillas si es necesario para mantener los latidos.
El poema puede ser blanco como la gasa, o rojo como la sangre que absorbe en cada sutura. El poema es testigo de la vida y de la muerte, de la enfermedad y la curación. El médico poeta es el mensajero de la esperanza o del fin.
Le digo: no hay más por hacer.
Solo esperar.
La madre mira el pecho de su hijo
subir y descender.
Ha llegado a ese punto.
La eternidad cabe entre dos latidos.
Orlando Mondragón es uno de los autores que participa en el festival de literatura Centroamérica Cuenta, que se celebra en República Dominicana. BBC Mundo habló con él de su doble faceta de médico y escritor.
La figura del médico sigue teniendo algo de sumo sacerdote. ¿Cómo manejas ese poder?
Cuando uno busca al médico se pone en un estado de vulnerabilidad, que propicia ciertos abusos o desequilibrios del poder. Pero si algo me ha enseñado la psiquiatría es que este intercambio no es vertical, sino un camino que se recorre en ambas direcciones.
El paciente nunca deja de enseñar a los doctores y tampoco de transmitir emociones, pensamientos. Y esto se ve reflejado en la forma en que ejercemos la medicina.
Algunos preferimos poner ciertas barreras, murallas para protegernos, pero habemos quienes aprovechamos ese recurso para atenderlos de una manera humana.
Escribes: "Tengo un niño que nació muerto en mis brazos. / ¿La madre no quiere cargarlo, / dónde lo pongo?" ¿Se llega a ver los cuerpos como un puñado de células y a perder la humanidad?
Es fácil, pero no solo en los médicos.
Para estudiar un fenómeno uno tiene que partirlo; en el caso del cuerpo humano lo dividimos en sistemas, órganos, células, para aspirar a comprender el fenómeno de la vida, de lo vivo y de la enfermedad.
Y es fácil quedarse en ese encasillamiento de ver al paciente como un conjunto de cosas.
Nos funciona porque la experiencia de estar frente a un cuerpo doliente, siempre es un reflejo de nuestra vulnerabilidad y nos remite a la propia fragilidad.
El poema dice que "la enfermedad no enseña, / no es un instrumento de castigo. Existe sin dirección, / sin propósito". ¿Es una mera desgracia?
Es fea, ¿no? Me remite inmediatamente a "La enfermedad y sus metáforas" de Susan Sontag, que en ese ensayo discutía el por qué damos metáforas de batalla a las enfermedades como el cáncer o el sida.
El cómo nombramos la enfermedad, es como la experimentamos también. Y a pesar de que nos encanta movernos con el pasaporte de la salud, en algún momento vamos a cambiarlo por el del enfermo.
Nos cuesta aceptar que todo cambia constantemente y que vamos a morir. La vida está determinada por esa angustia, y para asimilar un poco de esa verdad incognoscible -porque nadie ha vuelto de la muerte para contarnos qué onda-, la única manera de acercarnos al misterio es partirlo.
Y lo hacemos en su última etapa, en la enfermedad, que es el único enigma que podemos aspirar a conocer. La enfermedad es la porción del misterio que podemos robarle al misterio mayor, que es la muerte.
"Salgo a la calle. / Respiro el aire frío... Pienso en las situaciones / donde mi mano fue útil, /donde no. / Olvido ambas". ¿Cómo ves el cuerpo desde la medicina y desde la poesía?
El lenguaje de la medicina es muy literario.
El afán de los primeros médicos, antes que poner un nombre rimbombante a las partes del cuerpo, era buscar cosas a las que se asemejaran.
Entonces tenemos una silla turca (en el cráneo), un intestino sigmoide, porque es una ese, un sigma; y esa aspiración a la semejanza, es muy poética.
Hacer la transición del lenguaje técnico médico al de la poesía fue un acto natural.
"Avanzo entre camillas / que no acaban de enfriarse. Por encima de cloros y lavandas / reconozco el olor de mis enfermos…El aroma me alerta. / Y aunque no sabe cómo, / mi olfato reconoce quién está próximo a morir." ¿Es una de las formas de detectar a la muerte?
Este poema además de funcionar como una metáfora sobre la intuición que puede llegar a tener un médico, responde a una situación concreta: al entrar en una habitación uno puede percibir el aroma de quién está más grave.
Es algo que se entrena sin saber.
La intuición es un fenómeno en el que la parte consciente es mucho más lenta, y ocurre cuando todos los engranajes inconscientes te lanzan un pronóstico que a veces hay que escuchar y obedecer.
Esta forma de reconocer en los olores el pronóstico de quién va a morir, es algo que no imaginé que podía llegar a pasarme. Cuando uno estudia medicina no imagina que es una herramienta más, una intuición que se dispara a través del aroma.
"La hija me pregunta si se ha ido en paz. / Le miento". ¿Por qué le mientes?
Las herramientas que nos han enseñado para enfrentar un cuerpo que está en el hilo entre la vida y la muerte no tienen una forma dócil o sutil de interactuar con un cuerpo doliente.
Muchas veces, como en la RCP, la reanimación cardiopulmonar, hay que maltratar al cuerpo moribundo: se rompen huesos, aplastamos, el cuerpo sangra y nosotros continuamos en esa tarea de tratar de revivirlo.
E independientemente del desenlace de ese cuerpo o de esa vida, uno merece o los familiares merecen la tranquilidad de un buen morir, de que su padre, su hijo, o su hermano haya muerto tranquilamente a pesar de los esfuerzos tiránicos que ejercemos sobre el cuerpo.
¿Qué es morir en paz?
No debería ser una muerte agitada, sino una muerte lo menos dolorosa posible, una muerte inconsciente, quizás, en el sentido de no estar en alerta neurológica.
Pocas muertes son así, a menos de que sea previamente planeada.
Y bueno, ese concepto también es vago, porque un buen morir, bajo los términos que acabo de plantear, podría ser un trauma craneal cefálico gravísimo y fulminante, una decapitación podría englobarse en esos términos: es inmediato, no es doloroso y sucede de manera inconsciente.
De cualquier manera, deberíamos aspirar a eso, a una buena muerte, sin sufrir los deterioros del cuerpo y la conciencia.
¿Y por qué se da en tan pocos casos?
Porque la enfermedad es despótica, tiránica, sin saber nos roba la tranquilidad.
Desde el momento en que sabemos que somos un cuerpo enfermo, comienza a deteriorarse la salud, nos angustiarnos al enfrentarnos al miedo, a nosotros mismos. Y esto hace que además del sufrimiento del cuerpo, haya un sufrimiento del alma.
En tu libro anterior, "Epicedio del padre", el poeta cuida a su padre moribundo que : "… se orinó en la cama (…) No quería que lo bañara. No podía. No había forma. ¿Cómo dejarse desnudar por su hijo maricón?". ¿La muerte del padre es distinta de las otras?
Es un libro de juventud, una deuda.
En cierto momento me hubiera gustado cambiar muchas cosas, porque mi padre continúa vivo, pero había cierta voluntad que me inclinó a matarlo simbólicamente en el poema.
Mi padre y yo no nos entendíamos mucho y desde la conciencia de saberme gay y fuera de la norma, esa relación solo podía repararse desde la muerte.
Para mi sorpresa no fue así. Ese libro, además de la satisfacción por haber ganado un premio, me trajo la de resarcir o resurcir la relación que tengo con mi papá.
Porque la palabra tiene el poder de ponernos en la perspectiva del otro, de experimentar, durante el tiempo que dura el poema, la mirada, el pensamiento y la emoción del otro que están íntimamente trenzados.
La palabra tiene un poder sanador, cauterizante, doloroso pero reparador.
En esta relación, ya visualizamos al médico. Es un hijo que cuida, y se siente poderoso, más fuerte que el padre. ¿Era una especie de revancha?
La experiencia con el cuerpo doloroso no fue de mi padre, pero sí de mi abuelo que también era la figura patriarcal de la casa.
Me tocó ser el cuidador en sus últimos días y eso me ayudó a darme cuenta de que a pesar de la fuerza que ostentemos, siempre se sucumbe ante la enfermedad y se van a revertir los papeles.
Y los pocos lazos, las pocas relaciones que tengamos próximas a nosotros, a pesar de no ser fundadas o cimentadas en el amor, son las que nos salvan.
En algún momento todos necesitamos del otro. No necesariamente de un hijo, un nieto, sino de alguien más, y es algo que veo en el hospital, que nosotros los médicos, a pesar de ser relativamente anónimos para el paciente, tenemos una relación de proximidad e intimidad.
Y esa necesidad del otro es la que finalmente nos restaura, nos devuelve la vida.
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