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COLUMNISTAS


El museo trasgresor en la villa de Bilbao

Marilyn Batista Márquez mbatista@batistacom.com | Jueves 29 octubre, 2020


Relato de una reactivación económica a través de la cultura


Esta es la historia de una villa de nombre Bilbao, situada al norte de España, capital de la provincia y territorio histórico de Vizcaya, en la comunidad autónoma del País Vasco.

El hermoso poblado desde su fundación a finales del siglo XIII, fue un importante enclave comercial de exportación de lana procedente de Castilla. Siglos más tarde, se transformó en la segunda región más industrializada de España.

Los pueblanos eran felices, pues gozaban de trabajo, pan, libertad y paz, hasta que llegó el señor de la oscuridad, el dictador, tan malvado como Hades, para arrancar el gozo de los acostumbrados a vivir a la sombra de los Pirineos, con el susurro del viento proveniente de la Cordillera Cantábrica.

El malvado ordenó que una flota de pájaros metálicos arrojara bombas sobre el hermoso poblado. Explotaron puentes, edificios, viviendas y cuerpos. ¡Muerte a los subversivos!

Terminado el episodio de posesión, bajo la amenaza de represión y muerte, inicia un proceso de reconstrucción. La villa parece regocijarse con el desarrollo económico, centrado en la industrialización. Se levantan con quijotismo múltiples edificios, comercios, fábricas. La nueva imagen de la ciudad crece en paralelo a la creciente población ávida de empleo. Todos los vecinos quieren trabajar en la villa próspera y maravillosa de Bilbao.

Mineros, comerciantes, banqueros y navieros vuelven a ser protagonistas y los empresarios de la industria cuyo nombre es difícil de pronunciar, “siderometalúrgica”, se enriquecieron aún más. Había abundancia en esas prósperas tierras, más no alegría.

Pasaron décadas para que el señor de la oscuridad se esfumara y volviera la dicha a la villa, pero duró poco. La gota fría golpeó con furiosas toneladas de agua las carreteras, comercios, industrias y viviendas, arrastrando vidas y esperanza.

No bastó que cayera el diluvio, cuando llegó otra catástrofe, la crisis del sector metalúrgico, que provocó el desempleo de 81.000 almas. El pueblo se levanta con grandes movilizaciones y protestas. Hay libertad, pero con hambre y desolación.

Políticos, economistas, empresarios, educadores, humanistas y filósofos, entre otros, comienzan a pensar acerca de la reactivación económica y la necesidad de transformar la ciudad para el beneficio de todos y no de unos pocos. Hubo diálogo y consenso. Ganó la solidaridad. La era de la industrialización terminó, para abrazar la de servicios, apoyada en una importante inversión en infraestructura y regeneración urbana.

Emergieron los señores y las señoras de la claridad. Algunos de ellos dijeron que el primer paso para que la villa volviera a ser próspera era construyendo una gran máquina, que llamaron el metro de Bilbao. Es como un gusano gigante de 49,16 kilómetros de vías repartidas en tres líneas, con 49 estaciones. El pueblo aplaudió la gran hazaña de ingeniería que permitiría el transporte rápido y accesible.

El segundo proyecto a desarrollar era el Museo Guggenheim de Bilbao. No gustó, e inmediatamente fue vilipendiado por varios sectores. Muchos preguntaron cómo se les ocurrió proponer la construcción de un edificio dedicado a las artes plásticas a un costo de 84 millones de euros, con fondos del presupuesto del Departamento de Cultura del Gobierno Vasco.

Para echar más leña al fuego, el museo no llevaría un nombre o apellido vasco, como Echavarren, Aguirre, Iza, Carranza; se llamaría Guggenheim, debido a la alianza tipo franquicia, con la Fundación Solomon R. Guggenheim, cuyo creador fue un judío-estadounidense, primer presidente de Braden Copper Company, la mina subterránea más grande del mundo en el siglo pasado. Además, sería diseñado por Frank O. Gehry, arquitecto canadiense: ¡Horror! ¡Patria o muerte!

– “¡Dejarán a la cultura vasca desprovista de fondos durante años!” –exclamaba el pueblo.

– “Que ponga el dinero los empresarios, porque es un proyecto empresarial y no cultural” –argumentaban los sindicatos.

– “Extranjeros invadiendo nuestra cultura y soberanía” –vociferaban los Etanos.

– “¡Fábrica de quesos! –dijo un importante artista que juró nunca exponer sus obras en ese edificio de formas curvilíneas y retorcidas.

Las críticas fueron incesantes, pero el proyecto siguió adelante. Los señores y señoras de la claridad estaban seguros que el arte unificaría al pueblo bilbaíno y se convertiría en impulsor de desarrollo económico y constructor de patrimonio nacional. Mediante el diálogo y copiosa información, convencieron a la mayoría de los detractores e incrédulos de abrazar el proyecto.

El 18 de octubre de 1997 llegó el momento crucial, cuando el rey Juan Carlos I de España inaugura el edificio. Se oyen violines, chelos, tambores y trompetas. Los ¡Urra!, ¡Maravilloso!, ¡Espectacular! brotan de la concurrencia.

La prensa nacional e internacional elogia la obra arquitectónica y destaca la labor de los visionarios que apoyaron el proyecto.

Tras 23 años de existir, el museo trasgresor en la villa de Bilbao, cuyo exterior está recubierto por placas de titanio, hoy es considerado el principal responsable de la reactivación económica de la zona. En 2014, ya había reportado ganancias de 3.173 millones de euros, 37 veces el costo de su construcción, aportando 457 millones de euros en impuestos dirigidos al Ministerio de Hacienda y Finanzas de Bilbao, además de generar unos 4.500 empleos e incentivar el turismo con 15 millones de visitantes, 85% extranjeros.

Para cerrar con broche de oro este relato, la colección propia del museo Guggenheim Bilbao, de 125 obras consideradas patrimonio nacional, es valorada por Christie’s, en 443 millones de euros (unos 587 millones de dólares), un poco más de cuatro veces el monto de inversión.

Gracias a esta la obra arquitectónica que vista desde el río parece un barco y desde el cielo una flor, con pinturas, esculturas e instalaciones maravillosas en sus entrañas expuestas a la humanidad, ahora hay prosperidad y felicidad compartida en la villa de Bilbao.

Moraleja: no subestimemos el poder del arte y la cultura como motor de desarrollo económico y social.

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