De cal y de arena
WikiLeaks, qué pelada
Alvaro Madrigal cuyameltica@yahoo.com | Jueves 16 diciembre, 2010
Al presidente Bill Clinton le sucedió lo que al Departamento de Estado: en el affaire Lenwisky le publicitaron lo que hubiera querido mantener en la máxima privacidad. El mandatario estadounidense fue (¿seguirá siéndolo?) gran mujeriego. Como lo fueron Franklin Roosevelt y John Kennedy y quién sabe cuántos otros gobernantes de la engreída potencia. Habrá que ver si esos otros agraviaron la majestad del Salón Oval cuando descargaron allí sus pasiones sexuales extramatrimoniales, como sí lo hizo don William Jefferson Clinton. Si lo hicieron, no fueron tan salados como este, a quien le destaparon sus irreverencias desatando una tormentosa campaña de repudio, inevitable en aquella mojigata sociedad, y que por poco le cuesta el divorcio de doña Hillary. Clinton seguramente no era único en el género de presidentes alborotados y es posible que tampoco fuera el único que ultrajara el Salón Oval. En ese sentido, nada nuevo había en su comportamiento.
Exactamente igual que en los doscientos cincuenta mil y pico de mensajes que se cruzaron el Departamento de Estado y sus misiones diplomáticas: nada nuevo. Con contadas excepciones, refieren exactamente lo que tiene que haber entre un Ministerio de Relaciones Exteriores y sus embajadas, el cruce de informaciones y datos, pronósticos e interpretaciones, a veces en medio de instrucciones imprudentes y ofensivas que deberían manejarse en cables cifrados. Salados Clinton y el Departamento de Estado que los hayan desnudado. Las revelaciones de Julian Assange y de WikiLeaks levantaron los chingos al Departamento de Estado y dejaron en cueros su insolente injerencia en los asuntos domésticos de terceros países y su grave impericia para manejar información privada, confidencial o secreta. Lo primero, libreto conocido. Así ha sido la historia del Departamento de Estado. Lo segundo es algo imperdonable, una perfecta estupidez. Toda la correspondencia en la Web al alcance de dos millones de empleados públicos —entre ellos el infidente sargento destacado en Iraq que hizo el reguero— con todo el poder seductor de aquellos contenidos que no aportaban mayor cosa si no fuera porque estaban en la boca de los emisarios del Tío Sam (averigüe si Cristina Kirchner está chiflada, Berlusconi es un relajo, hay que aislar a Chávez, cómo poner coto a esa excesiva autonomía de los jueces españoles) tarde o temprano saldría a la calle para bochorno de Washington y cabreazón de los aludidos. Yo estoy ansioso por conocer las instrucciones y juicios de valor insertos en esos millares de notas referentes a Costa Rica. Espero —aunque tal vez lo hagan onírica esperanza los poderosos intereses mediáticos que aquí secuestran la información y dosifican la verdad— enterarme, por ejemplo, de las andanzas de Daniel Chaij, el todopoderoso director de AID y de sus dadivosos aportes, de la telaraña tejida alrededor de la madrasa del neoliberalismo radicada en La Garita, de cómo se cocinó el CAFTA, de los capítulos escritos por nuestros políticos en la Embajada Americana. Qué tal si se abrieran los archivos de las relaciones de China y de Taiwán con Costa Rica. ¡Qué bueno sería ver en cueros el fementido patriotismo de más de uno!
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