Vivir en democracia
Vilma Ibarra vilma.ibarra@gmail.com | Miércoles 27 enero, 2010
Vivir en democracia
Hablar mal de nuestro país es un deporte. Todos los días, en cualquier círculo de tertulia no falta quien —lanza en ristre— se lance, no contra los partidos políticos, no contra los políticos sin el grave error de generalizar, no contra una campaña electoral que indudablemente nos quedó debiendo, sino contra la democracia misma y sus instituciones. Tengo amigos profesionales universitarios que dicen sin miramiento alguno que “no creen en la democracia”.
Cuando les pregunto, responden que no creen en nada y me recitan una retahíla interminable: la inseguridad, la corrupción, los pésimos anuncios, los políticos que les caen mal, las encuestas que les mienten y los periodistas también, los funcionarios públicos (todos) vagos, los empresarios (todos) ladrones, el gobierno local que no sirve, las listas de espera de la Caja, los huecos de las calles, los macabros intereses de las farmacéuticas y la Organización Mundial de la Salud que se inventaron una gripe nueva para hacer plata en fin, vaya usted a saber…
Usualmente encuentro en todas esas argumentaciones dos denominadores comunes: 1) los demás pecan, yo no. Los demás tienen obligaciones que no cumplen, yo no. Los demás son victimarios, yo víctima. Los demás son irresponsables, yo solo sufro por su irresponsabilidad.
2) también encuentro que mucha gente —por paradójico que parezca— no tiene idea clara de qué es la democracia, qué posibilidades brinda y qué limitaciones tiene. Y como no la entienden, quisieran de la democracia algo que esta no les puede proveer y por eso, seguramente, se tornaron escépticos empedernidos.
En nuestros tres últimos procesos electorales se disparó el abstencionismo por el descrédito hacia la política. En febrero de 2006, 34 de cada 100 electores no se presentaron a cumplir con su deber de emitir el voto. El deterioro de los partidos políticos es real. La forma en que hoy nos es posible desnudar los actos de corrupción (antes también los había pero se podían ocultar) y exigir transparencia y rendición de cuentas sobre el manejo de la cosa pública, ha tenido un efecto higiénico pero también ha dejado la idea de que ahora todo está peor.
Y en lugar de comportarnos como ciudadanos maduros decidimos seguir un comportamiento infantil, recogemos la bola, nos peleamos con el sistema de juego, con los equipos y con el árbitro… y nos vamos para la casa. Y no se vale.
En más de la mitad de los países del mundo no hay democracia. Sistemas políticos represivos conculcan todos los días y de mil formas los derechos más elementales de millones de seres humanos a lo largo y ancho del planeta. Y aunque en muchos otros países sí existen democracias, son tan incipientes o están en tal nivel de degradación, que aunque se llamen así, la verdad no lo son.
Y nosotros, que tenemos una democracia sólida, estable y centenaria decidimos con desdén y menosprecio que no merece la pena hacer el mínimo esfuerzo de cumplir con el deber de presentarnos a las urnas.
Todavía tenemos muchos días para decidirnos y también para conversar con quienes creen que nuestra democracia —debilidades incluidas— no vale lo suficiente.
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