Vericuetos
Tomas Nassar tnassar@nassarabogados.com | Jueves 24 enero, 2008
Tomás Nassar
Voy a salir con un domingo siete, aun a riesgo de que me califiquen de viejo amargado y de terminar lapidado por irascibles turbas de alegres fiesteros. Dado que todo en la vida, lamentablemente, tiene precio, me atrevo a preguntar: ¿quién paga la fiesta?
La entrada de los fríos vientos decembrinos y del calorcito de enero nos trae más pachanga. Diría que los ticos nos subimos a la carreta, pero esa expresión negaría la realidad de los datos oficiales que acreditan que, no importa el clima, la época o la ocasión, los habitantes de este país se mantienen encarretados los 12 meses del año.
Se trata de un asunto cuantitativo: ¿cuánto guaro tragamos en diciembre y enero? La dotación de botellas a bordo de la carreta hace la diferencia, porque una cosa es “tomar”, categoría en la que podríamos incorporar a los franceses que se toman su copita de tinto al almuerzo, y otra es “tragar guaro”, mención reservada para los cosacos y los ticos y que consiste en pasar por la garganta, sin degustar, cualquier bebida alcohólica, en cantidades exorbitantes, con el propósito de perder la conciencia, hacer el ridículo, pegarle a la doña, manejar bolo o jalarse alguna soberana torta y tener a quien echarle la culpa… “no me di cuenta”… como el ilustre asesor parlamentario que nos presentó la televisión, tan borracho como una cuba y proclamando en las cámaras y micrófonos: “yo nunca tomo”.
La ocasión la pintan calva y como somos rencos, nos empujan. Carnaval, Zapote, Festival de la Luz, Palmares, Santa Cruz, Puntarenas, etc. Proliferan las actividades navideñas y veraniegas, las pre y las post fiestas, convocadas con cualquier propósito. ¡Sana diversión, merecido descanso, entretenimiento familiar!
Nuestras instituciones se han convertido en organizadoras y promotoras de eventos. Municipios, asociaciones vecinales, todos embargados del noble propósito de recaudar algunos chuminos para satisfacer necesidades comunales que el Estado no puede atender y de llevar, por qué no, salud mental a sus prójimos. La diversión es un producto de canasta básica.
Justo es, sin duda, que si no pica leña, el gobierno al menos preste el hacha, o dicho de otra manera, que si no construye obras y ejecuta proyectos que los pueblos necesitan, al menos no haga problemas para que puedan recaudar sus cinquitos, con sus ventas de cachivaches, comidas típicas, carreras de cintas, bailongos callejeros, mascaradas y alguna que otra cervecita, que tomada con moderación, no hace daño.
Confieso que no soy adepto a turnos y fiestas, lo cual no me convierte necesariamente en amargado, antisocial o anciano desahuciado. Aversión personal a los tumultos y renuencia definitiva a encerrarme en un chunche por tres o cuatro horas en un presón inevitable e interminable, según me cuentan los que han ido y que, a pesar de todo, siguen yendo cada año religiosamente porque, garantizan, la pasan de lo mejor.
Cientos de policías de tránsito, guardias civiles, ambulancias, accidentes, hospitales, detenciones. Sueldos, gasolina, horas extras, viáticos, etc., etc. Recursos del Estado que nos hacen muchísima falta en todos los barrios y caseríos de cada ciudad, destinados a cuidar a nuestros gentiles y agraciados fiesteros que llevan su carreta personal de pueblo en pueblo, de turno en turno y de tanda en tanda. ¿Quién paga la fiesta?
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