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¡Qué lindo que era Chepe!

Tomas Nassar tnassar@nassarabogados.com | Jueves 11 diciembre, 2008


VERICUETOS
¡Qué lindo que era Chepe!

Tomás Nassar

¿Te acordás qué bonito y qué tranquilo era San José?, me decía un amigo uno de estos días en que, como suele suceder en estos tiempos, recordábamos con nostalgia años no tan lejanos.
Es que era otra cosa. Seguimos siendo un pueblote, pero hace 20 ó 25 años todo era muy distinto.
Por ahí de principios de los 80, le contaba, me tocó participar en un evento académico regional. Los colegas que vinieron de Centroamérica, que fueron hospedados en un pequeño hotel de la avenida central, me preguntaban realmente preocupados si la zona era segura para caminar.
¿Cómo no iba a ser segura? Por supuesto, si Costa Rica es un oasis de paz y de tranquilidad. ¡Si aquí no pasa nada malo! ¿No ven que yo mismo camino por la avenida central a cualquier hora, a las dos o tres de la mañana, y no me pasa nada?
Claro, los pobres venían de países agobiados por la guerrilla, la inseguridad, la violencia, y no entendían cómo en San José podíamos salir a la calle a medianoche, caminar sin rumbo fijo y cruzar el Parque Central, sin que nada ni nadie nos inquietara.
“Algún mariguanillo era lo más peligroso que veíamos en la calle”, comentó compungido mi amigo.
Qué bonito que era echarse un “avenidazo”. Bajarse del bus de San Pedro en La California, caminar hasta las cercanías de La Gloria y dar la vuelta en “u” para reiniciar el recorrido. Salir a ver chiquillas con la esperanza de ser visto antes de que alguno de los mayores, esos infumables impresionadores que nos caían tan mal, las dejaran de una pieza en sus motos a escape libre, o en cualquier perol escandaloso que se oía hasta en La Sabana.
Una parada obligatoria en La Garza, Billy Boy o en la pequeña soda aquella, de cuyo nombre no puedo acordarme, pero que estaba entre la Librería López y el Gran Bazar La Casa, frente a Sears, donde se vendían las mejores empanadas de San José, o darse la vuelta madrugadora por La Eureka a comerse un lápiz, manera placentera de terminar una noche de ronda.
Venirse a pie de cualquier fiesta, sin perder la vida en el intento, así simplemente porque los cuatro o cinco colones del taxi eran un gasto impensable que en los años de colegio no podíamos afrontar y porque ya, a esas horas, no se podía tomar el bus en la esquina de Juan Bansbach. No había demostración más grande de caballerosidad y de profundo enamoramiento que pagarle los pases a la güila que a uno le gustaba. Claro que 20 céntimos no estaban pegados al cielo cuando el amor era mucho.
Qué bonito que era ponerse catrín para ir a ver ventanas en diciembre y no correr más riesgo que nos llenaran de confeti la manzana escarchada, máxima aspiración gastronómica de los carajillos de entonces.
No creo que todo tiempo pasado fue mejor. Aprecio mucho las ventajas de la época, lo fácil que se nos ha hecho la vida en muchos sentidos, pero sin duda extraño mucho el San José de entonces, de mis años de estudiante. Me gustaba mucho ver la gente bien vestida, en una capital amable, limpia como un crisol, donde la gente lo saludaba a uno con cortesía y amabilidad.
La próxima vez que tenga que caminar por la ciudad, volveré a dejar la billetera, el reloj y el lapicero a buen recaudo y me aprovisionaré de la cédula y unos 1.000 pesillos para regresar en taxi, si es que me concede volver sano y salvo.

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