La Barbería de San Pedro
Tomas Nassar tnassar@nassarabogados.com | Jueves 28 febrero, 2008

La Barbería de San Pedro
Tomás Nassar

Está claro que las mujeres y los lampiños no forman parte del conglomerado de sufridos a quienes la naturaleza y las buenas normas nos impusieron el martirio de la afeitada cotidiana.
En mis últimas vacaciones, como en todas las que logro tomarme, decidí darme unos días de reposo, engaveté la maquinilla y las gillette y me uní al inmenso contingente de congéneres que año con año se rebelan al unísono en contra de las formas y deciden ser felices aunque sea por unos pocos días. Actitud irreverente contra la urbanidad en la presencia personal. Esa apariencia de añejo que da la sombra de medios pelos en la cara.
Levantarme, bañarme y salir a la calle, sin tener que pasar por el ritual. ¡Qué buena vida! Me sentí libre, moralmente invencible, tremendamente inspirado con mi nuevo look. Con fortaleza moral y con inspiración en el estoicismo de los monjes tibetanos, asumí como envidiosas y malintencionadas las duras críticas por mi apariencia de Bin Laden tropical. Estos pelos se quedan ahí, me dije a mí mismo como propósito de año nuevo. “Me rasuro cuando pierda peso y vuelva a ser el flaco revejido de antes”, proclamé a los cuatro vientos, aunque en mi interior sospechaba que si la cosa era adelgazar, terminaría como una bola de tenis negra, es decir, igual de redondo pero más peludo.
Para hacer menos dramática la oposición familiar, acepté la sugerencia: “bueno, déjesela, pero arréglesela”, por lo que una mañana me fui para la Barbería de San Pedro, aquella que recordaba de mis años de infancia; sobreviviente de una especie prácticamente extinguida.
Esos sillones, dije al barbero, ¡me son tan familiares! Claro, contestó, si son los mismos que cuando mi tata, que ya no está, era el barbero aquí. Y ese radio es el mismo de entonces, de hace más de 40 años. ¿Se acuerda de ese chunche acatarrado? Diferentes caras, pero los mismos afiches de la S y de la Liga. El fútbol forma parte indispensable del insumo peluquero.
Recuerdo que me sentaban en ese sillón, en un caballito, le comenté. En ese caballito precisamente, acotó, señalando al artilugio de madera que usaba su tata 50 años antes y que él sigue empleando todavía, cuando los carajillos son muy chamacos. El tiempo no transcurre en mi barbería del pueblo que ya no es.
Salí con la impresión de que todo afuera sería como entonces y caminé por la calle real de mi San Pedro de Montes de Oca, hurgando entre mis recuerdos, pero no encontré a Quincho ni a Román en su sastrería ni a los marchantes de sus tertulias futboleras; no estaba ya más el pool, ni el Cachetes; ni la Soda Doris, la Modelo, doña Carmen María y la Farmacia Nema, ni el Doctor Díaz, ni el Cine Venus; tampoco estaban ahí los Muñoz, ni los Nieto, los Mora, los Artavia, los Artiñano, los Amador… ya no hay nada ni está nadie, solo mi barbería que se resiste a morir.
Todo cambia.
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