Una respuesta anticíclica y progresiva
| Viernes 16 enero, 2009
América Latina ante la crisis:
Una respuesta anticíclica y progresiva
Los gobiernos latinoamericanos necesitan amortiguar el impacto de la crisis financiera global. No tienen muchas herramientas para hacerlo. Pero tienen una que es particularmente poderosa, pues fomenta tanto el crecimiento económico como la equidad social: la transformación de los subsidios para todos en subsidios para todos los pobres.
Tradicionalmente nuestros estados han pagado por parte o por la totalidad del costo de servicios tan variados como la electricidad, el gas, el agua, la gasolina, las llamadas telefónicas o la educación universitaria. Y han pagado sin importar quién consume esos servicios o la capacidad de pago de quienes los consumen. Con el tiempo, estos subsidios “universales” se percibieron como un mecanismo para agrandar la clase media —lo cual los hizo políticamente intocables. Pero nadie sabía realmente cuánto de cada subsidio iba a qué clase. Ni siquiera sabíamos con qué grado de eficiencia se usaban los servicios: siendo un regalo del Estado, había poco incentivo para cerrar el grifo, apagar la luz o graduarse a tiempo.
Afortunadamente, durante la última década la calidad de nuestras estadísticas ha mejorado y nos ha permitido calcular cuánto de cada subsidio es capturado por quién. Ahora sabemos, por ejemplo, que algunos países latinoamericanos gastan más en subsidiar gasolina a sus ciudadanos ricos (énfasis en “ricos”) que lo que gastan en la totalidad de sus programas de asistencia social. Algunos invierten más en dar educación universitaria gratuita a estudiantes adinerados que lo que invierten en salud pública. Otros ponen más recursos en calefaccionar residencias en zonas acaudaladas que en crear empleos en barrios de emergencia. Y otros subvencionan pasajes de avión, un modo de transporte que no es precisamente de uso regular de los indigentes. La lista de comparaciones es larga.
¿De cuánto dinero estamos hablando? Mucho. América Latina gasta anualmente entre el 5% y el 10% de su PIB en subsidios. No es exagerado pensar que un tercio del valor de esos subsidios es capturado por la quinta parte de la población con más alto nivel de ingreso, es decir, por los ricos. Eso sería suficiente para triplicar (o más) los programas de transferencias directas a los pobres que la región ha implementado con éxito en la última década.
En 2009, América Latina dejará atrás un periodo de auge para entrar en otro de ajuste. Habrá menos crecimiento, más desempleo y más riesgo de que aumente la pobreza. Y habrá menos recursos públicos para hacer frente a las mayores necesidades sociales. Es natural entonces que nuestros gobiernos estén buscando formas de amortiguar el impacto de la crisis y “estimular” sus economías.
A diferencia del mundo desarrollado, las opciones de estímulo en América Latina son más restringidas. Los países que tenían déficits fiscales antes de la crisis difícilmente puedan encontrar ahora financiamiento para gastar aún más. Incluso aquellos que tienen superávit o fondos acumulados, salvo excepciones, no necesariamente cuentan con la capacidad institucional para aumentar el gasto de inversión lo suficientemente rápido. Reducir impuestos tendría un impacto limitado, dados los altos niveles de informalidad. Y no parece aconsejable destruir años de esfuerzo antiinflacionario dejando que nuestros bancos centrales impriman dinero para financiar al tesoro público.
Aquí es donde la crisis global se convierte en una oportunidad para América Latina. Focalizar los subsidios hacia los hogares más necesitados no es solo cuestión de equidad sino también de buen manejo económico. La razón es que, carentes de crédito y patrimonio, los pobres tienen necesidades insatisfechas y consumen cada peso que reciben. Los ricos, por otro lado, no reducen significativamente su consumo por un aumento en el precio que pagan por los servicios públicos. Se trata de cambiar al beneficiario del gasto público, sin aumentar el gasto total ni la deuda.
Curiosamente, la tormenta financiera ha hecho que la focalización sea también políticamente más factible. ¿Quién se opondría hoy a cobrarles a los ricos por el costo de la electricidad o la gasolina que consumen, si los recursos fueran destinados a aliviar el sufrimiento de los más afectados por la recesión? De hecho, algunos gobiernos de la región han, durante los últimos años, comenzado a desmantelar sus subsidios universales. Con mejores y más baratas tecnologías de medición, les ha sido posible cobrar a los que pueden pagar, o cobrar más a los que consumen más. Si este no es el momento propicio para expandir esas iniciativas, difícilmente encontremos otro mejor.
Marcelo M. Giugale
Una respuesta anticíclica y progresiva
Los gobiernos latinoamericanos necesitan amortiguar el impacto de la crisis financiera global. No tienen muchas herramientas para hacerlo. Pero tienen una que es particularmente poderosa, pues fomenta tanto el crecimiento económico como la equidad social: la transformación de los subsidios para todos en subsidios para todos los pobres.
Tradicionalmente nuestros estados han pagado por parte o por la totalidad del costo de servicios tan variados como la electricidad, el gas, el agua, la gasolina, las llamadas telefónicas o la educación universitaria. Y han pagado sin importar quién consume esos servicios o la capacidad de pago de quienes los consumen. Con el tiempo, estos subsidios “universales” se percibieron como un mecanismo para agrandar la clase media —lo cual los hizo políticamente intocables. Pero nadie sabía realmente cuánto de cada subsidio iba a qué clase. Ni siquiera sabíamos con qué grado de eficiencia se usaban los servicios: siendo un regalo del Estado, había poco incentivo para cerrar el grifo, apagar la luz o graduarse a tiempo.
Afortunadamente, durante la última década la calidad de nuestras estadísticas ha mejorado y nos ha permitido calcular cuánto de cada subsidio es capturado por quién. Ahora sabemos, por ejemplo, que algunos países latinoamericanos gastan más en subsidiar gasolina a sus ciudadanos ricos (énfasis en “ricos”) que lo que gastan en la totalidad de sus programas de asistencia social. Algunos invierten más en dar educación universitaria gratuita a estudiantes adinerados que lo que invierten en salud pública. Otros ponen más recursos en calefaccionar residencias en zonas acaudaladas que en crear empleos en barrios de emergencia. Y otros subvencionan pasajes de avión, un modo de transporte que no es precisamente de uso regular de los indigentes. La lista de comparaciones es larga.
¿De cuánto dinero estamos hablando? Mucho. América Latina gasta anualmente entre el 5% y el 10% de su PIB en subsidios. No es exagerado pensar que un tercio del valor de esos subsidios es capturado por la quinta parte de la población con más alto nivel de ingreso, es decir, por los ricos. Eso sería suficiente para triplicar (o más) los programas de transferencias directas a los pobres que la región ha implementado con éxito en la última década.
En 2009, América Latina dejará atrás un periodo de auge para entrar en otro de ajuste. Habrá menos crecimiento, más desempleo y más riesgo de que aumente la pobreza. Y habrá menos recursos públicos para hacer frente a las mayores necesidades sociales. Es natural entonces que nuestros gobiernos estén buscando formas de amortiguar el impacto de la crisis y “estimular” sus economías.
A diferencia del mundo desarrollado, las opciones de estímulo en América Latina son más restringidas. Los países que tenían déficits fiscales antes de la crisis difícilmente puedan encontrar ahora financiamiento para gastar aún más. Incluso aquellos que tienen superávit o fondos acumulados, salvo excepciones, no necesariamente cuentan con la capacidad institucional para aumentar el gasto de inversión lo suficientemente rápido. Reducir impuestos tendría un impacto limitado, dados los altos niveles de informalidad. Y no parece aconsejable destruir años de esfuerzo antiinflacionario dejando que nuestros bancos centrales impriman dinero para financiar al tesoro público.
Aquí es donde la crisis global se convierte en una oportunidad para América Latina. Focalizar los subsidios hacia los hogares más necesitados no es solo cuestión de equidad sino también de buen manejo económico. La razón es que, carentes de crédito y patrimonio, los pobres tienen necesidades insatisfechas y consumen cada peso que reciben. Los ricos, por otro lado, no reducen significativamente su consumo por un aumento en el precio que pagan por los servicios públicos. Se trata de cambiar al beneficiario del gasto público, sin aumentar el gasto total ni la deuda.
Curiosamente, la tormenta financiera ha hecho que la focalización sea también políticamente más factible. ¿Quién se opondría hoy a cobrarles a los ricos por el costo de la electricidad o la gasolina que consumen, si los recursos fueran destinados a aliviar el sufrimiento de los más afectados por la recesión? De hecho, algunos gobiernos de la región han, durante los últimos años, comenzado a desmantelar sus subsidios universales. Con mejores y más baratas tecnologías de medición, les ha sido posible cobrar a los que pueden pagar, o cobrar más a los que consumen más. Si este no es el momento propicio para expandir esas iniciativas, difícilmente encontremos otro mejor.
Marcelo M. Giugale