Un viaje al Arenal
Tomas Nassar tnassar@nassarabogados.com | Jueves 29 mayo, 2008
Un viaje al Arenal
Tomás Nassar
Después de varios años, no muchos, de no visitar la zona del Arenal, asistí a una reunión que había sido convocada precisamente en uno de esos hoteles desde los que, sacando la mano por la ventana, se le puede rascar el lomo al volcán.
Tengo que confesar mi aprensión por la impresión que pudieran llevarse los colegas latinos que nos visitaban, por el pésimo estado de la carretera, presagio de un recorrido interminable campeando entre los huecos y los límites imprevisibles de la carretera, imposibles de ver cuando lluvia y bruma se confabulan para hacer del viaje un martirio de cuatro horas con los nervios de punta.
Como anfitriones del evento teníamos la esperanza de que los visitantes fueran comprensivos. Al fin y al cabo somos un país tercermundista. ¿O no? La fe se alimenta con la oración: Dios nuestro, que no se nuble mucho y, si se nubla, que por lo menos podamos ver el borde de la calle, y si no lo vemos, por lo menos que no nos vayamos al barranco, y en todo caso, por favorcito, que el bus no se mueva mucho para que la gente se pueda dormir, y si no se duerme que no se asuste y que no se queje mucho. Y por favor Diosito, que los puentes no se caigan, y si se caen, que me muera solo yo o nos muramos todos de una vez para que no me reclamen ni me demanden. Ah, y no se te olvide cegar a todos los maleantes que dicen que andan alborotados en la zona. Que no vayan a parar el chunche ese y nos vayan a asaltar, y que si nos asaltan, que no nos roben nada, y que los visitantes estén dormidos y no se den cuenta, y que los ladrones sean honrados y que no se les lleven las cámaras ni la plata, ni los pasaportes. Y que se apiaden de nosotros para que no nos echen de la organización por haber aceptado reunirnos ahí, si ya sabíamos, cómo no íbamos a saber, que las calles eran pésimas, que llovía, que había “ñieblina”, que robaban y que, para colmo, el bendito volcán no se ve nunca porque siempre está nublado.
Me persigné y me dispuse al viaje, bien armado de rosarios, novenas y escapularios, y con la convicción de que sobrevivir la carretera a La Fortuna, sin morir en los huecos, los puentes ni los asaltos, no es más que parte de nuestro envidiable menú de oferta turística, eso que llaman turismo de aventura.
Quedé pésimo. Resulta que la carretera está como nunca antes la había visto, tan buena que por momentos dudaba estar en Tiquicia. Como una mesa, con una demarcación impecable; ojos de gato y todo. El recorrido se hizo en la mitad de lo previsto. Los carros se deslizaban como en las películas y todo el mundo iba feliz, viendo el paisaje, que dicho sea de paso es espectacular, sin percatarse de que eran todos testigos de un verdadero milagro: una carretera en excelente estado en Costa Rica.
Todo se confabuló en contra de mis presagios. No nos asaltaron, el volcán se dejó ver en toda su majestuosidad y hasta nos regaló con sus luces destellantes un paisaje nocturno inolvidable. Volvimos contentos, sanos y salvos, sin asaltos ni accidentes, después de una edificante experiencia para los extranjeros que se fueron creyendo que este país sigue siendo muy seguro y que las carreteras han estado siempre como nos las tiene doña Karla ahora, muy corrongas.
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