Nada especial
Pedro Oller poller@ollerabogados.com | Martes 12 junio, 2012
Nada especial
Las universidades en los Estados Unidos conmemoran sus graduaciones anuales con uno o varios discursos de fondo que el invitado suele dirigir a los retos que los graduandos enfrentarán en la vida real. La práctica se ha vuelto muy común y ahora colegios, escuelas y de suponer que hasta maternales la emplean allá.
Pero vuelvo por ahora a las universidades. En mi caso, el día de la graduación no resultó en discursos memorables. Oradores sí, Kenneth Star en la escuela de derecho durante el apogeo del Monicagate o Coretta Scott King, viuda de Martin Luther King, en la graduación general picaron mi interés como para recordarlos hoy aunque sus palabras fueran intrascendentes.
Uno de los discursos más célebres, y quizás también uno de los más lindos que puede uno escuchar aun en internet, lo pronunció Steve Jobs en Stanford hace siete años. Jobs contó tres historias con una candidez y una sencillez dignas de reconocimiento. Tres historias nada más, nada del otro mundo como él mismo dijo.
La primera era sobre conexiones y cómo, siendo un niño adoptado y teniendo la oportunidad de asistir a la universidad, nunca la terminó pero se enamoró de la caligrafía. Y la caligrafía fue uno de los atributos más importantes en el diseño de la primera Mac. La segunda tenía que ver con el amor, pero más importante con la pérdida. Jobs fundó Apple pero lo despidieron como director. Durante cinco años trabajó fuera y fundó, entre otras empresas, Pixar por una convicción (un amor) ciega a la creatividad y regresó a la empresa que había fundado triunfante. La tercera fue cuando le diagnosticaron el cáncer del que murió. Al respecto sentenció: “No te aferrés a vivir la vida de alguien más. (…) Hay que mantener el hambre y la imprudencia”.
El otro ocurrió este fin de semana y quienes somos padres de niños tenemos la obligación de al menos escucharlo, así no coincidamos con él. Lo pronunció David McCollough Jr. hijo del célebre escritor del mismo nombre, en la secundaria Wellesley en la que enseña inglés.
Empezó por recordar que siendo las togas, así como los diplomas todos iguales son indicativos de un mundo en el que les tocará a esos estudiantes vivir. Un mundo en el que ninguno es especial, ninguno excepcional. A pesar de lo que insistamos los padres. Miles de alumnos, en un mundo que no es el centro del universo. Ni siquiera de su galaxia.
Anticipando reacciones, siguió diciendo: ¡Walt Whitman dice que soy mi propia versión de la perfección! Epícteto que tengo una chispa de Zeus. No lo contradigo. Lo que pasa es que si todos somos especiales, nadie lo es. Por una razón Darwiniana, los estadounidenses nos hemos echado a perder últimamente porque valoramos más los títulos que el logro. Creemos que son el destino y al hacerlo, comprometemos nuestros estándares e ignoramos la realidad.
Una vida llena, una vida distintiva, una vida relevante es un logro y no algo que le cae a uno del cielo porque se es buena gente o porque papi y mami así lo pidieron.
Amén
Pedro Oller
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