Independencia judicial y Estado de Derecho
| Lunes 16 febrero, 2009
Independencia judicial y Estado de Derecho
En la edición de LA REPUBLICA, del jueves 12 de febrero del presente año, el señor diputado Luis Antonio Barrantes, propone —entre las medidas que según su opinión son efectivas para el combate de la criminalidad— la creación de una Comisión Legislativa que investigue la labor realizada por los jueces de la República que administran justicia en materia penal. Asimismo, dentro de su línea argumentativa, el articulista fundamenta su proyecto, ante la alarma que causa el hecho de que “por los juzgados del país hay maleantes que pasan diez, 20, 50 y hasta 300 veces sin que nadie pueda meterlos en la cárcel”.
En este sentido, conviene recordar a los legisladores, y a la opinión pública en general, una serie de principios y garantías fundamentales, consagrados en nuestro ordenamiento constitucional. Uno de los más importantes, establecido como piedra angular para las democracias liberales, es el principio o estado de inocencia que acompaña a todo ciudadano o habitante de la República. Este se contempla en el numeral octavo, inciso segundo, de la Convención Americana de Derechos Humanos, así como en el artículo 39 de nuestra Constitución Política. En este sentido, es posible calificar a una persona como autora de un hecho delictivo (o “maleante” según la retórica del articulista) solamente si le ha precedido un proceso penal, efectuado en estricto apego a la legislación, en el cual se haya podido desvirtuar, más allá de toda duda razonable, su estado de inocencia. Es decir, resulta impropio cuestionar la función de un juzgado por “liberar maleantes”, cuando lo cierto es que en ese estadio procesal tan solo se tiene a un sospechoso (a) de haber incurrido en un hecho punible. La función del órgano jurisdiccional será, ante ese hecho concreto, resolver si el proceso penal puede seguir en marcha con el imputado gozando de su derecho fundamental a la libertad, o bien, si por razones procesales (nunca de alarma social, o de frenesí represivo) debe sufrir un encarcelamiento preventivo.
Asimismo, otra garantía propia del Estado de Derecho es la independencia del juzgador, quien en su función jurisdiccional solo se encuentra sometido a la Constitución y a la Ley (artículo 154 de nuestra Constitución). Desde esta óptica, la propuesta del diputado Barrantes carece de asidero constitucional, y más bien constituye una afrenta al principio ilustrado de la separación de poderes. Más cuestionable resulta su postura, cuando afirma que se fundamentaría la investigación de los jueces (as) “cuando sus fallos no concuerdan con lo dictado por las leyes y la razón”. Así, vemos que esa potestad fiscalizadora (formalmente improcedente desde la perspectiva de la norma citada) se vuelve materialmente peligrosa, pues se basa en conceptos vagos e indeterminados (“razón”). ¿Cómo se determinaría qué resolución contraviene esa supuesta razón? ¿No será más bien que esa razón se identifica con el frenesí punitivista que parece ser denominador común en el accionar de nuestro Parlamento?
Así las cosas, conviene reflexionar pausadamente acerca del combate de la criminalidad en nuestro país. Es claro que los tres poderes de la República poseen una cuota de responsabilidad en el tema, pero no conviene transitar por un camino que parece erigirse sobre el irrespeto de las garantías que integran nuestro Estado de Derecho.
Sergio Múnera Chavarría
En la edición de LA REPUBLICA, del jueves 12 de febrero del presente año, el señor diputado Luis Antonio Barrantes, propone —entre las medidas que según su opinión son efectivas para el combate de la criminalidad— la creación de una Comisión Legislativa que investigue la labor realizada por los jueces de la República que administran justicia en materia penal. Asimismo, dentro de su línea argumentativa, el articulista fundamenta su proyecto, ante la alarma que causa el hecho de que “por los juzgados del país hay maleantes que pasan diez, 20, 50 y hasta 300 veces sin que nadie pueda meterlos en la cárcel”.
En este sentido, conviene recordar a los legisladores, y a la opinión pública en general, una serie de principios y garantías fundamentales, consagrados en nuestro ordenamiento constitucional. Uno de los más importantes, establecido como piedra angular para las democracias liberales, es el principio o estado de inocencia que acompaña a todo ciudadano o habitante de la República. Este se contempla en el numeral octavo, inciso segundo, de la Convención Americana de Derechos Humanos, así como en el artículo 39 de nuestra Constitución Política. En este sentido, es posible calificar a una persona como autora de un hecho delictivo (o “maleante” según la retórica del articulista) solamente si le ha precedido un proceso penal, efectuado en estricto apego a la legislación, en el cual se haya podido desvirtuar, más allá de toda duda razonable, su estado de inocencia. Es decir, resulta impropio cuestionar la función de un juzgado por “liberar maleantes”, cuando lo cierto es que en ese estadio procesal tan solo se tiene a un sospechoso (a) de haber incurrido en un hecho punible. La función del órgano jurisdiccional será, ante ese hecho concreto, resolver si el proceso penal puede seguir en marcha con el imputado gozando de su derecho fundamental a la libertad, o bien, si por razones procesales (nunca de alarma social, o de frenesí represivo) debe sufrir un encarcelamiento preventivo.
Asimismo, otra garantía propia del Estado de Derecho es la independencia del juzgador, quien en su función jurisdiccional solo se encuentra sometido a la Constitución y a la Ley (artículo 154 de nuestra Constitución). Desde esta óptica, la propuesta del diputado Barrantes carece de asidero constitucional, y más bien constituye una afrenta al principio ilustrado de la separación de poderes. Más cuestionable resulta su postura, cuando afirma que se fundamentaría la investigación de los jueces (as) “cuando sus fallos no concuerdan con lo dictado por las leyes y la razón”. Así, vemos que esa potestad fiscalizadora (formalmente improcedente desde la perspectiva de la norma citada) se vuelve materialmente peligrosa, pues se basa en conceptos vagos e indeterminados (“razón”). ¿Cómo se determinaría qué resolución contraviene esa supuesta razón? ¿No será más bien que esa razón se identifica con el frenesí punitivista que parece ser denominador común en el accionar de nuestro Parlamento?
Así las cosas, conviene reflexionar pausadamente acerca del combate de la criminalidad en nuestro país. Es claro que los tres poderes de la República poseen una cuota de responsabilidad en el tema, pero no conviene transitar por un camino que parece erigirse sobre el irrespeto de las garantías que integran nuestro Estado de Derecho.
Sergio Múnera Chavarría