Honestidad e integridad
| Miércoles 07 noviembre, 2007
Honestidad e integridad
En el mundo y en los tiempos que estamos viviendo, donde el materialismo, la acumulación de riqueza y el individualismo son los ejes rectores sobre los que gira la sociedad, da la impresión de que nos estamos quedando muy cortos en materia de honestidad e integridad. Dicho lo anterior, no me refiero aquí solo al campo de los negocios o las finanzas, me refiero a nuestro comportamiento global de cada día.
En mi opinión, se pierde la honestidad cuando acudimos a nuestros trabajos por obligación, con desgano y sin entusiasmo o solo por mera responsabilidad; somos deshonestos cuando violamos las leyes de tránsito, cuando no devolvemos una cartera encontrada, cuando criticamos sin fundamento o “bajamos el piso” a nuestros prójimos; somos deshonestos cada vez que conscientemente cometemos alguna falta o “jugamos de vivos”.
Es muy deshonesta la persona que hace promesas y juramentos que de antemano sabe no va a cumplir. En síntesis, al ser deshonestos, perdemos del todo nuestra integridad y la perdemos especialmente cuando nos justificamos ante nosotros mismos y ante los demás a sabiendas de que no contamos con los argumentos suficientes que validen nuestro actuar.
Ciertamente la Biblia, el Corán o el Bhagavad-gita también nos enseñan que ambos comportamientos: la honestidad y la integridad, son parte insustituible de la vida de un creyente. Pero, desafortunadamente, en cuanto podemos, buscamos una excusa para deshacernos de ellas.
Al ser los jueces más benevolentes con nosotros mismos, obviamos la autocrítica y nos otorgamos, apenas se nos presenta la oportunidad: “una nueva chequera en blanco”.
Nuestra formación ética y religiosa por lo general es muy frágil y dada esta realidad sentimos impunidad y acudimos a prácticas socialmente aceptadas que justifican comportamientos como el chisme, la chota cotidiana y la crítica malintencionada que tienden a disminuir a aquellos que, con justo esfuerzo, honestidad e integridad surgen en el conglomerado humano del que forman parte.
La honestidad y la integridad son materias que en primera instancia se deben impartir en la casa, y sin duda alguna, somos los padres, en nuestra condición de educadores fundamentales, los llamados a dar las primeras y más sólidas lecciones a nuestros hijos e hijas.
Este aprendizaje inicial, del que hablé antes, es prioritario y es la médula de nuestro futuro comportamiento y el que nos permitirá asumir la vida con responsabilidad y desenvolvimiento en las escuelas, posteriormente en los trabajos y también para que las relaciones personales de cada día tengan la solidez suficiente que nos ayude a discernir la diferencia entre verdad y mentira, entre el bien y el mal, entre lo oportuno y lo inoportuno y de esta manera podamos contribuir a la tan deseada armonía espiritual y social que todos necesitamos.
Johnny Sáurez Sandí
En el mundo y en los tiempos que estamos viviendo, donde el materialismo, la acumulación de riqueza y el individualismo son los ejes rectores sobre los que gira la sociedad, da la impresión de que nos estamos quedando muy cortos en materia de honestidad e integridad. Dicho lo anterior, no me refiero aquí solo al campo de los negocios o las finanzas, me refiero a nuestro comportamiento global de cada día.
En mi opinión, se pierde la honestidad cuando acudimos a nuestros trabajos por obligación, con desgano y sin entusiasmo o solo por mera responsabilidad; somos deshonestos cuando violamos las leyes de tránsito, cuando no devolvemos una cartera encontrada, cuando criticamos sin fundamento o “bajamos el piso” a nuestros prójimos; somos deshonestos cada vez que conscientemente cometemos alguna falta o “jugamos de vivos”.
Es muy deshonesta la persona que hace promesas y juramentos que de antemano sabe no va a cumplir. En síntesis, al ser deshonestos, perdemos del todo nuestra integridad y la perdemos especialmente cuando nos justificamos ante nosotros mismos y ante los demás a sabiendas de que no contamos con los argumentos suficientes que validen nuestro actuar.
Ciertamente la Biblia, el Corán o el Bhagavad-gita también nos enseñan que ambos comportamientos: la honestidad y la integridad, son parte insustituible de la vida de un creyente. Pero, desafortunadamente, en cuanto podemos, buscamos una excusa para deshacernos de ellas.
Al ser los jueces más benevolentes con nosotros mismos, obviamos la autocrítica y nos otorgamos, apenas se nos presenta la oportunidad: “una nueva chequera en blanco”.
Nuestra formación ética y religiosa por lo general es muy frágil y dada esta realidad sentimos impunidad y acudimos a prácticas socialmente aceptadas que justifican comportamientos como el chisme, la chota cotidiana y la crítica malintencionada que tienden a disminuir a aquellos que, con justo esfuerzo, honestidad e integridad surgen en el conglomerado humano del que forman parte.
La honestidad y la integridad son materias que en primera instancia se deben impartir en la casa, y sin duda alguna, somos los padres, en nuestra condición de educadores fundamentales, los llamados a dar las primeras y más sólidas lecciones a nuestros hijos e hijas.
Este aprendizaje inicial, del que hablé antes, es prioritario y es la médula de nuestro futuro comportamiento y el que nos permitirá asumir la vida con responsabilidad y desenvolvimiento en las escuelas, posteriormente en los trabajos y también para que las relaciones personales de cada día tengan la solidez suficiente que nos ayude a discernir la diferencia entre verdad y mentira, entre el bien y el mal, entre lo oportuno y lo inoportuno y de esta manera podamos contribuir a la tan deseada armonía espiritual y social que todos necesitamos.
Johnny Sáurez Sandí