A la salida del Estadio, lo que seguía era “capear” avionetas
Gaetano Pandolfo gpandolfo@larepublica.net | Viernes 24 abril, 2020
Hace 70 años a los autobuses se les decía camiones.
Pues bien, el camión de la ruta Sabana-Cementerio tenía una parada obligada en la puerta de mi casa, todavía erguida y de pie, 50 metros al norte y 25 al oeste de la Iglesia de La Dolorosa. Su placa, aún pegada dice 24-O.
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A pesar de esa comodidad, para ir al Estadio Nacional a ver fútbol del bueno, como el que se jugaba en esos años, había que caminar hasta la Panadería Musmanni, 100 metros al norte de la Iglesia de La Merced, y frente a la cantina La Barcelona de Emilio Del Vecchio. Don Emilio y don Domingo Musmanni, propietario de la panadería, fueron compatriotas y grandes amigos de mi papá Leonardo, mi viejo compañero de ruta.
Fanático del fútbol, seguidor del Orión y amante del maravilloso espectáculo que ofrecían en ese tiempo los “carajillos” del Saprissa, durante unos cinco años, mi padre me llevó religiosamente al Estadio Nacional a ver fútbol nacional e internacional de primer nivel.
Estuvimos presentes, yo un “mocoso” de siete u ocho años, en el juego Alajuelense-Génova, cuando Carlos Alvarado le paró el tiro de penal a Busico y don Otilio Ulate, Presidente de la República, bajó del palco para obsequiarle al “Aguilucho” su reloj personal.
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Decenas de veces caminé, aferrado al brazo de papá, desde nuestra casa hasta la panadería, de donde partían los camiones hacia el Estadio Nacional.
Lo hacíamos en zig-zag para acortar distancias y pasábamos por la Soda Castro, todavía ahí, la funeraria La Ultima Joya, cerca del teatro Moderno, donde don Carlos Arias tenía “estacionados” a sus percherones, los “caballotes negros”, que daban realce a los entierros.
Seguíamos por el Center City, la Prensa Libre, el Registro, la Librería Leitón, la sastrería de Paco Navarrete y la Merced.
A la salida del Estadio, extasiados con el fútbol de Catato, Marvin, Alvarito Murillo, los goles de Herrera, Cuty y Rubén y las paradas suicidas del Flaco Pérez, los espectadores atravesábamos en diagonal la pista del aeropuerto, “capeando” avionetas, para subir al camión de Sabana y Cementerio, a un costado del monumento a don León Cortés y regreso a casa.
Tiempos maravillosos, rutas que repetimos luego muchas veces, ahora con los compañeros del barrio y del colegio, recordando siempre a mi papá, que murió en 1962 cuando yo tenía 19 años, hombre que me marcó la pasión por un fútbol de calidad, de alto nivel, hoy en peligro de extinción.
gpandolfo@larepublica.net
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