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COLUMNISTAS


Unas experiencias de vida de la Costa Rica no muy de antaño

Vladimir de la Cruz vladimirdelacruz@hotmail.com | Miércoles 18 septiembre, 2019


A propósito del Mes de la Patria, de esa Costa Rica que tanto queremos, que llevamos en el corazón, en el alma, en la mente, en el recuerdo, que disfrutamos de las lecturas, de las tradiciones, comparto unas experiencias de vida, de cómo era Costa Rica, parte de la que yo he conocido, aunque uno desearía que así siguiera siendo, situación que quizá ya no es frecuente ni se repita en el país. Pero, estoy seguro, que muchas personas tendrán, habrán tenido o compartirán experiencias parecidas.


Vivo en San Ramón de Tres Ríos, Cantón de la Unión, Cartago, desde hace 36 años. Llegamos allí, atraídos por una compañera de estudios de medicina, de mi esposa Anabelle, gran amiga nuestra hasta hoy, que ya había adquirido una casa, que estaba contigua a la que iríamos a comprar.


La propiedad que terminamos comprando la vendía una señora de origen alemán radicada en el país desde 1947, según le entendí en aquella época, que vivía con su familia contiguo a estas propiedades. Una linda y afectuosa familia, de trabajo y de vida familiar intensa.


Cuando fuimos mi esposa, el hijo menor, Tupac Amaru, que tenía catorce meses, y una querida amiga, Liliana, a conocer la propiedad y la casa, que pensábamos que podíamos comprar, que era una casa vieja, construida 30 años antes o más, nuestro hijo menor tuvo un accidente terrible en esa casa.


Gateando subió a un segundo piso y de allí cayó de espalda al suelo del primer piso, que dichosamente era de madera, fragmentándose la cabeza en tres partes con 42 cm de fracturas en su frágil cráneo, sin que al resto del cuerpo le sucediera nada, y sin que le hubiera salido una sola gota de sangre. La pequeñez y que el cráneo no estuviera totalmente soldado en cierta manera le benefició, según nos dijeron los médicos del Hospital Nacional de Niños, donde fuimos a parar de emergencia. Por supuesto la hinchazón que le produjo la caída fue enorme. No se le podía poner caso ni enyesar, de manera que los días siguientes fueron de tremenda tensión y sobreprotección para este hijo. Era un niño sumamente inquieto. Pocos días después se resbaló en el baño llevándose un golpe en la cabeza, que nos asustó. Otros días más tarde trató de subirse en una cómoda del cuarto de mi suegra, la cómoda dio vuelta con su peso y le cayó encima. La cabeza le quedó como un jocote, llena de pelotas. Así vivíamos, con esa zozobra de sus caídas.


Consecuencia de esa caída, resultó que durante los años de escuela su cerebro trabajaba con los dos lóbulos, así por ejemplo estudiaba una asignación de escuela y lo hacía perfecto, trabajando con un lóbulo, y llegaba a la Escuela y no sabía nada, porque empleaba el otro. Dichosamente una maestra descubrió la situación y poco a poco la fue superando. Superada esa situación, la del accidente de Tupac, los primeros consejos de amigos es que no compráramos la casa ni nos fuéramos a vivir allí, que esa caída no era una buena señal nos decían algunos amigos agoreros.


En ese momento no teníamos la plata para comprarla, ¢1.750.000, el equivalente a $40.000 de la época. Mis posibilidades eran de ¢500.000 de una póliza del INS que podía usar. Poco tiempo después los montos de las pólizas las subieron a ¢1.000.000. Subí mi monto, que entendí que en ese momento, era el primero que se aprobaba.


Interesados como estábamos en la casa y la propiedad, hablé con la alemana, doña Elizabeth, una mujer encantadora, como hasta hoy sigue siéndolo, del interés de adquirirla. Le dije que solo tenía un millón disponible. Me dijo que iniciáramos los trámites con el INS. Terminado el proceso con el INS le manifesté a la alemana que había un problema, que era que al firmar la escritura tenía que salir sin hipotecas adicionales, es decir como si la casa en su totalidad costara un millón y no un millón setecientos cincuenta mil colones, que quedaba en la escritura totalmente paga y sin deuda alguna. Me dijo que no había problema, que aceptaba, que estaba segura que yo le iba a pagar. Y así fue. Plena confianza, total. Quedamos debiendo ese resto, que me atormentaba cómo pagarlo.


Yo tenía un lote en Escazú, que terminamos vendiéndolo “regalado” para ir bajando la deuda. El resto fue a puchitos, con préstamos por aquí y préstamos por allá. El pago del INS fue de 16 mil colones por mes hasta el año 2000. A principios se me iba el salario completo de la Universidad pagando el INS…pero así fue, recargados en los ingresos que empezaba a generar Anabelle. Fueron tiempos muy duros, de mucha estrechez, pero muy bonitos por los objetivos comunes que se iban formando, e impulsando y consolidando.


Antes de vivir en San Ramón de Tres Ríos, vivíamos en La Uruca, a la par de mis suegros, lo que era una gran ayuda familiar, donde vivían dos cuñados más, casados, con tres niños cada uno, igual que nosotros en ese momento, una región caliente, agradable, y de una relación familiar intensa. Para mis suegros, nueve nietos a la par de su casa. Para los nietos, nuestros hijos, un lugar seguro, de chineo constante para ellos, de cuido y de juegos. Y de comidas de mi suegra y de su cocinera de toda la vida, Lila, que los habituaron a ciertas comidas hasta hoy, como el gallo pinto con frijoles molidos que no les pueden faltar, de vez en cuando pupusas, por el origen salvadoreño de mi suegra, doña Marta.


Nos pasamos a San Ramón de Tres Ríos un día de mayo. Al día siguiente cayó un verdadero diluvio de casi una semana, con un frío intenso, que tuvimos que soportar por muchas semanas hasta que nos fuimos acostumbrando. Esa primera semana, pudieron ser dos, no teníamos donde secar ropa, teníamos que bajarla a la Uruca, porque ni sol había.


El primer mes dormíamos todos en la misma cama para calentarnos porque no estábamos preparados para ese frío, ni con ropas ni con cobijas adecuadas para el frío. Los niños con mayor capacidad de adaptación rápidamente acogieron el clima fresco, a veces frío y con intensidad, junto a sus ricos y deliciosos aguaceros. Finalmente todos nos acostumbramos.


Es delicioso ver llover, oír el aguacero, oler la tierra mojada, oír el canto de pájaros, de grillos, y chicharras, que nunca nos faltaban, en la mañana desde antes de la 5 de la mañana, o de ver como abundaban en las tardes buscando su campo en los árboles del patio. Ya las chicharras no las oigo. En el patio era frecuente ver zorros, ardillas, armadillos, y otros animales, un espectáculo para los niños. Por otras razones estos han desaparecido, pero no los pájaros y sus cantos y trinos.


En esa época, y durante los primeros años de estancia y adaptación, lo primero que observé es que San Ramón era una región bastante rural, de gente sencilla y buena, confiada, honesta, de honrados trabajadores y habitantes, con bastante gente campesina, en tránsito a la rural urbana.


No habían tapias que dividieran las propiedades. Cercas de matas, de olivo, era lo que naturalmente dividía las propiedades, era lo usual. Portones de madera con picaportes estaban a la entrada de las propiedades. Se podían dejar solas las casas todo el día, como lo hacíamos nosotros, sin que pasara algo anormal, o se produjera un robo.


Esa vida rural, con poco urbanismo en ese momento, hacía que entre las 5 y 7 de la mañana uno podía ver pasar campesinos arriando vacas para llevarlas a pastar a potreros dispuestos para ello, como 600 metros más debajo de donde vivíamos. Y, por la tarde, se repetía la escena, de los campesinos subiendo sus vacas, pasando frente a la casa.


Como a 200 metros hacia abajo de la casa, la pulpería de Don Pedro era el centro de la comunidad, del barrio, por la calle donde yo vivía, la principal, y a la entrada hacia Calle Díaz. Don Pedro un hombre trabajador, buena gente, que como en toda pulpería de barrio, en esa época, tenía su libreta de “fiados”, de compras que después se pagaban. Absoluta honradez en las cuentas de la pulpería, confianza en don Pedro depositada en los compradores, que también llevábamos la cuenta de la deuda en la cabeza.

Con el tiempo le pusieron competencia a don Pedro, con grandes abastecedores, que siempre los terminó quebrando… no se podía competir contra la venta a fiado. La pulpería de don Pedro estaba también frente a una parada de buses, de una única línea de transportes. Un “chino” terminó arrinconándolo y debilitando.


Más abajo, hoy me queda un pequeño Abastecedor, de don Gerardo, igualmente una persona amable, querida por sus vecinos y por quienes a él nos dirigimos a comprar algo.


Fino, atento, dispuesto a servir, hasta para guardarme periódicos para su revisión y lectura cuando salgo por varios días. Mis nietos, de vez en cuando, son sus grandes “amigos”. Ir donde don Pedro, a quien conocen a la perfección y entran a su Abastecedor llamándolo, significa la compra de una golosina o algún chocolate o de un Milán, o confite, además del pan y el periódico que voy allí a buscar. Y don Pedro los conoce por su nombre aunque no los ve frecuentemente.


Al principio, cuando nos pasamos a vivir en esa zona, nos movilizábamos en bus principalmente, con los niños. Las paradas oficiales estaban donde don Pedro y como 100 metros más arriba de la casa, a pesar de estar frente a una escuela, la Domingo Faustino Sarmiento. Con frecuencia los buses paraban al frente de la escuela para hacer el favor a las mamás, a los padres y a los niños de dejarlos frente a la Escuela. Y nosotros viviendo exactamente ahí, al frente de la Escuela.


Los sábados y domingos era usual ver gente bajar o subir la calle montando caballos, a modo de paseo. Realmente era una estancia de vida espectacular.


Yo era totalmente josefino. Había nacido en la Maternidad Carit, había vivido toda mi infancia en la ciudad. La primera casa de mis padres fue en la Ciudadela Calderón Muñoz. Por la guerra civil de 1948 se las quitaron para dársela en habitación a una familia figuerista. Luego, en esos primeros años de mi vida, la casa donde vivíamos con mi madre, mi abuelita y unas tías, fue 100 metros al sur de la Escuela Ricardo Jiménez. En la esquina al frente de la Escuela había una verdulería y ahí había estacionado siempre un carretón. La última casa donde vivíamos era el límite con los cafetales y potreros de ese lugar, hoy totalmente urbanizados, de lo que es hoy San Cayetano y esos barrios. A la par nuestra vivía la familia Beckles.


De adolescente, y de inicios de la Universidad, seguía viviendo en barrios urbanos, el Barrio Luján, y Barrio Córdoba. Mi padre había nacido en Las Juntas de Abangares y mi madre en Orotina. Mi esposa había nacido en Barva de Heredia, y por el trabajo de su padre, médico, había vivido en muchos lugares, con tradición campesina. Pero, los hijos ya habían nacido en la ciudad, de manera que la llegada a San Ramón de Tres Ríos fue un cambio violento, pero finalmente agradable. El hijo mayor Lautaro fue el que más resintió el cambio, y lo reclamaba, fue como haberlo separado del mundo que vivía, con sus primos, con su entorno urbano de la Uruca. Presbere no tanto y Tupac prácticamente se crio allí


Los choferes de los buses, de la ruta San Ramón de Tres Ríos, eran de entera confianza. Se podía mandar los niños hasta tal lugar, confiados al chofer, y llegaban bien. Al regreso podían venir igualmente confiados al chofer quien paraba el bus al frente de la casa, para los dejarlos en la pura puerta de la casa. Los choferes conocían a todos los usuarios, a algunos con gran familiaridad, porque también los choferes eran de la región. Los buses, que salían de San Ramón de Tres Ríos, en esa época, llegaban a la parada que quedaba en la esquina noreste del Mercado Central. Allí también había, me parece recordar, una farmacia, una ferretería y otros establecimientos similares. El bus hacia un descanso de unos 10 a 15 minutos antes de regresar a San Ramón de Tres Ríos. Ese era un sitio de paradas de buses. Allí mi bisabuela paterna Matilde, ya bastante entrada en años, bajando de un bus se cayó a la acera. No volvieron a dejarla ir al Mercado por el peligro que eso significaba para una mujer mayor, y de frágil consistencia, menudita, y delgadita, como era.


Hablando una vez con uno de los choferes me contó que en esos tiempos, como tenían que hacer una parada larga en el Mercado, señoras de San Ramón de Tres Ríos les hacían encargos para que les trajeran algunas cosas del Mercado, y lo hacían. Llevaban hasta varios encargos y a todas las personas les cumplían. Le pregunté como hacían, y de manera sencilla me relató que cuando llegaban a la parada, dejaban el bus allí, iban al Mercado a comprar lo que les habían encargado, regresaban y todo estaba normal. Nunca sufrieron un robo de dinero de los pases que se pagaban y que se quedaba el dinero en el bus cuando bajaban a hacer esas compras.


La Escuela Domingo Faustino Sarmiento ha tenido desde aquellos años varios directores y directoras. Me llamaba la atención, durante los primeros años de vida, al frente de la Escuela, que todos los lunes, a las 7 de la mañana, se realizaba un acto especial con todos los niños de la Escuela. Se entonaba el Himno Nacional y la Directora, generalmente, les decía algunas palabras inspiradoras, en un pequeño acto cívico que con el tiempo se ha desdibujado. En ocasiones, con motivo de fechas patrias, me invitaron como Profesor e Historiador, a dirigirles algunas palabras motivadoras con la ocasión.


En esos años me parece había más vocación magisterial del grupo de maestras y profesores que trabajaban en la Escuela. Hoy hay más rotación de maestras, según entiendo y las actividades sindicales de algunas hacen que abandonen con frecuencia sus actividades docentes, no por huelgas, sino por abundancia de reuniones a las que son convocadas, con el daño que eso implica para el tiempo de aprendizaje de los niños.


Esta Escuela tenía un lujo de cocineras durante algún tiempo, que habían trabajado en el Restaurante Rosignol, que tenía Julio Martínez Iglesias, un tío abuelo paterno mío, a 100 metros de esa Escuela. Mi tío Julio se había desarrollado como cocinero, como Chef, en Bélgica, casado con una belga, y había tenido experiencias de restaurantes en Venezuela, en Caracas, en una época, y en Costa Rica y en organismos internacionales. Sus últimos años lo tuvo allí en San Ramón de Tres Ríos hasta que falleció. En ese momento las cocineras empezaron a trabajar en la Escuela, lo que fue una gran experiencia para los niños que asistían a la Escuela. Tenían buena cocina, buena “mano” en la cocina, me consta.


Ahora, con frecuencia, cuando tengo cosechas de limones o de bananos, que me abundan en el patio, envío a la Escuela lo que pueda para ayudar en la alimentación de los niños.


Esta experiencia de vacas en las calles, de pájaros cantando todas las mañanas, de jinetes a caballo los fines de semana, de casas sin rejas, sin muros, con cercas de olivo de un metro de alto, con portones de picaportes, de choferes haciendo mandados a los vecinos, llevando y trayendo niños, “de puerta a puerta” prácticamente, de seguridad y tranquilidad vecinal, de actos cívicos en la escuela todos los lunes la mantendré en mi memoria por siempre, como parte de esa Costa Rica que me tocó vivir y disfrutar. Hoy esto o mucho de esto es tan solo recuerdo de viejos como yo, o de memorias relatadas en los libros…Tratemos de recuperar lo que podamos de esta Costa Rica, la que todavía tenemos en las manos, que no se nos escurra…

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