La rebelión de los pongos
Arturo Jofré arturojofre@gmail.com | Viernes 12 octubre, 2007
Hace algunos años, al ingresar al Museo del Oro en Bogotá, me enfrenté a una inscripción bellísima que recibe a los visitantes:
“Son la mejor gente del mundo y más sana. Aman a sus prójimos como a sí mismos. Son fieles y sin codicia de lo ajeno”. Era el relato de Cristóbal Colón refiriéndose a los indígenas que había encontrado en estas tierras lejanas. Es un poema difícil de olvidar, ¿cómo poder hacerlo si es una de las declaraciones más bellas que se le puede ofrendar al ser humano?
La fuerza que tenía la concepción de la naturaleza por parte de los indígenas quedó plasmada para siempre en esa famosa carta del jefe piel roja al presidente de Estados Unidos Franklin Pierce, cuando este último ofrece comprarle gran parte de sus tierras. Es una obra maestra de amor a la naturaleza. “Esta tierra —dice— es sagrada para nosotros… El apetito del hombre blanco devorará la tierra, dejando atrás solo un desierto”. Cuando hace 15 años leí el libro de Al Gore, entonces Senador y después Vicepresidente de Estados Unidos, “On Balance of Earth”, específicamente uno de sus ejemplos de cómo un lago enorme se había literalmente transformado en desierto, era imposible no acordarse del indio piel roja y su premonición más que centenaria.
Hace años, viajando en bus en el sur de Perú, desde Tacna hacia Arequipa, se nos fueron agregando muchos pasajeros en el desértico camino, los cuales daban algo al chofer y se acomodaban en los pasillos. La mayoría eran mujeres con sus largas y gruesas faldas, con pequeños niños y con el sudor acumulado de un día de fuerte sol. No pude notar con claridad los cambios que habían ocurrido en ellos después de más de 400 años. Lo mismo me ocurrió con los indios bolivianos o con los de Antigua, Guatemala. Porque hay países en América donde el indígena, lejos de ser la excepción, es la mayoría.
Cuenta un cronista que a mediados del siglo pasado todavía se mantenía la costumbre de que las familias de elite regalaran pongos a sus pequeños hijos en algunos lugares de Bolivia. El pongo dormía en la puerta del dormitorio del niño, a fin de atender sus necesidades. El pongo iba a buscarle agua, o muy temprano traía leña para prender la chimenea que atenuara el rudo frío del invierno, o jugaba cuando el niño así lo deseaba. Esos pongos y sus semejantes crecieron, tuvieron descendencia, algunos se educaron y curiosamente por primera vez uno de ellos gobierna Bolivia.
Ningún cambio ha sido tan definitivo y profundo en América que el que se produjo en un día como hoy. Sería largo enumerar cuánto hemos aprendido y avanzado desde entonces con las luces de Europa. También es importante aprender del nativo que sin educación nos ha legado tantas lecciones.
Colón describió de una manera difícil de superar a los indígenas …y no tenían educación. A veces los grandes valores de un pueblo no guardan relación directa con el nivel de educación del mismo. Así ocurre también con las personas.
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