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COLUMNISTAS


Educación para la vida

Alberto Salom Echeverría albertolsalom@gmail.com | Martes 10 agosto, 2021


El ser humano ha sido educado de manera fragmentaria, cuando menos en casi todo el mundo occidental, donde se ubican algunas de las experiencias a las que más acceso he podido tener. Se le ha fragmentado de varias maneras: se ha escindido la razón con respecto al sentimiento. En efecto, se educa básicamente para conocer. Además, se han excluido valores y emociones. Por otra parte, el ser que piensa y conoce ha sido enfocado como sujeto que domina sobre todo y sobre todos, ya que es poseedor de omnipotencia sobre la naturaleza que lo circunda. Por lo consiguiente, ha podido disponer de ella, cada vez con mayores posibilidades de “transformarla” (¿o estropearla?), sometiéndola a sus designios, si mediante la tecnología, ora devastándola, ora destruyéndola sin misericordia.

Hasta hace relativamente poco, todavía la educación había contribuido decisivamente a fortalecer esta imagen del hombre dueño supremo de la naturaleza (cual si fuera un dios); inclusive la mujer, quedaba invisibilizada en este concepto, viéndose subsumida ante las disposiciones unilaterales masculinas, con frecuencia estrafalarias. Dos guerras mundiales decretadas de manera prácticamente omnímoda por un poder masculino lo atestiguan, puesto que las mujeres se encontraban prácticamente excluidas de la vida política; como lo dejara planteado esa gran filósofa de la contemporaneidad que fue Hannah Arendt en su gran obra “La condición Humana”. La mujer desde la antigüedad se vio confinada a la esfera de lo privado. Debe tenerse presente, no obstante, como lo expresa brillantemente Arendt que, en la antigüedad en la esfera de lo privado era donde se realizaba la producción por parte de las mujeres y los esclavos. Los “Hombres libres”, se dedicaban a la política, en la otra esfera, la de lo público. Otra muestra inequívoca del poder machista ha sido el uso de la energía nuclear con fines destructivos, a partir de la segunda guerra mundial. Escisión indeseable, implícita en la práctica educativa, por acción o por omisión, aunque curiosamente, la misma fuera impartida y llevada a cabo mayoritariamente por féminas.

Según Immanuel Kant (1724-1804), filósofo idealista prusiano, el más importante precursor del criticismo, planteó desde la época de la Ilustración que: “…los tres poderes del espíritu humano son: el poder de conocer, el poder del sentimiento de placer o disgusto, y el poder de desear… [y sostuvo que] es un error querer reducirlos al poder de conocer.” (Cfr. “El Mundo de los Afectos y los Valores” https://www.slideshare.net/portalmza/el-mundo-de-los-afectos. También véase Ariza, Rafael et. al. “Investigando nuestro mundo.” Grupo de investigación en la escuela. España, 1991.)

El planteamiento anterior, constituyó una base muy importante en el desarrollo de la disciplina de la Pedagogía Social. El principal precursor de esta disciplina en el mundo contemporáneo fue Paul Natorp (1854-1924), filósofo y pedagogo alemán, seguidor de Kant e influido también por las teorías de Plantón y Pestalozzi. Natorp consideraba que la educación moral es la más importante adquisición que pueden obtener los seres humanos, cuyas destrezas principales son adquiridas por medio de las relaciones sociales; a partir de allí identifica un triángulo en la educación consistente en: individuo-comunidad y educación. Desde principios del siglo pasado Natorp, en medio de las convulsiones sociales y económicas que padeció el mundo de la primera mitad del siglo XX, definió además los elementos básicos de la Pedagogía Social, a saber: creación de una conciencia comunitaria, eliminación de las diferencias sociales y la democratización de la sociedad como los más relevantes. (Cfr. Reyes López, Liverman I. “Pedagogía Social: Historia y construcción Conceptual desde los discursos académicos de autores en España.” Bogotá, Colombia, 2014)

En suma, la Pedagogía Social ha sido definida como una disciplina que sistematiza las acciones desarrolladas en la llamada “Educación Social”. Esta última, busca promover mediante el proceso educativo entendido en esta dimensión social, la inclusión social, cultural y económica, al dotar a los sujetos de los recursos cognitivos pertinentes para resolver los desafíos de su momento histórico. Por lo tanto, pretende reivindicar al ser humano frente a todos los factores psicosociales a los que se haya visto expuesto, a fin de producir en él un avance, desde un “ser pasivo” para convertirlo en “un sujeto activo”, logrando con ello que se adapte y desarrolle en su medio social y natural, de una manera consciente. La “Pedagogía Social” nace con la Revolución Industrial; desde allí evoluciona hasta afrontar los desafíos de la Globalización del mundo contemporáneo, contribuyendo a dotar a las personas de capacidades para enfrentar la desigualdad social y la pobreza, con el objeto de provocar cambios esenciales en la sociedad. En su última etapa de desarrollo esta disciplina pedagógica y social plantea que, por naturaleza la educación social está involucrada en todos los aspectos del desarrollo sociocultural, cognitivo, político, tecnológico de los individuos miembros de una comunidad-Estado en constante cambio y en relación compleja con la sociedad, así como con el mundo diverso y plural de hoy. (Cfr. RAD, Bordón (1984) “Conceptos, Teorías y Desarrollo de la Teoría Social.” P.17-43-251. Véase también: Mendizábal, MRL. “La Pedagogía Social: Una Disciplina Básica en la Sociedad Actual”. Vol. 5, 2016. España).

Sin embargo, no todo lo que andaba desacertado, borroso o francamente desviado en los procesos de aprendizaje logró ser resuelto mediante la Pedagogía Social. Durante mucho tiempo, la humanidad ha continuado “educándose y formándose”, aún con esta pedagogía como herramienta, dejando de lado el conocimiento experiencial, o sea, sin tomar en cuenta que son muchas las personas que logran “aprender mediante la reflexión sobre el hacer.”

Más aún, mediante los procesos educativos no hemos sido capaces de zanjar el abismo entre el pensar puramente racional y aquel otro que se niega a separar los sentimientos o emociones, de la razón. En realidad, son pocos los que consiguen integrarlas como totalidad. De igual manera, nos hace falta como humanidad, aprender a pensar y a la vez aprender a sentir, para entonces poder llegar a tomar decisiones que generen empatía con los demás, o sea con base en el corazón en simbiosis armónica con la razón. Por otro lado, en general no somos capaces de debatir sin descalificaciones “ad hominem”; es decir, sin arremeter contra la otra persona en lugar de examinar desapasionadamente el argumento. Es el famoso “usted no sabe”, o “su argumento es pueril, propio de un tonto.” Se trata de un tipo de descalificación que, como dijera el gran genio del siglo XX, Albert Einstein no toma en cuenta que: “Todo el mundo tiene que sacrificarse de vez en cuando en el altar de la estupidez.”

En los procesos sociales, o de cualquier otra índole es común encontrar personas que nunca aprendieron a trabajar en conjunto, buscando la complementariedad en lugar de la confrontación, porque el afán de sobresalir o ser protagonistas nos ciega. Aprender a relacionarnos con los demás seres humanos no es tarea fácil, menos si no se nos enseña esa cualidad desde el nacimiento. Se trata de la rara capacidad de ponernos en el punto de vista del otro o de la otra, para así poder emprender tareas comunes y solidarias. Vencer estos desafíos continúa siendo un intrincado problema, a pesar de la experiencia acumulada mediante las herramientas de la Pedagogía Social.

Quizás en este punto convenga señalar que una de las mayores falencias de los procesos educativos y formativos de los seres humanos que resaltan en la vida real, es la referida al entendimiento de la totalidad social, pero junto al desarrollo de afectos, actitudes y valores, que den acceso a un nuevo tipo de relacionamiento de los seres humanos con la naturaleza en su conjunto, flora y fauna. De este nuevo tipo de vínculo entre las personas humanas y la Naturaleza, queda excluida, desde luego, la actitud arrogante según la cual el hombre (así sea dicho con minúscula), siga considerándose el dueño de la Madre Tierra, en vez de su hijo. El “antropocentrismo” arrogante, contenido en esa premisa, continúa imperando en el imaginario colectivo prácticamente de todas las culturas, a pesar de algunas prédicas sublimes y empáticas que mantienen ciertas corrientes filosóficas con el Planeta que nos da vida.

Concurrentemente, así como debemos perseverar con ahínco en el afán de buscar una relación armónica con nuestros congéneres, es todavía un desafío y a la vez objetivo de mayor urgencia el que nos impele a escudriñar o investigar una nueva forma de concebir al Planeta; una inédita manera de relacionamiento del ser humano con el mismo, que dé lugar a su regeneración.

El actual proceso destructivo del Planeta, generado por la voracidad “antropocéntrica”, conduce indefectiblemente a la anulación de toda posibilidad de vida. De modo que, la postura de alcanzar nuevas formas de convivencia autosostenibles con la naturaleza, o sea, con la vida, es un imperativo ético y moral. Desde una perspectiva ética, ecológica, se plantea una nueva visión dual, afectiva y racional, que es globalizadora. Se trata en efecto de un desafío planetario, que comprende otras formas hasta ahora generalmente desconocidas de aprendizajes, tanto de instructores y maestros como de estudiantes. En estos nuevos procesos globales, todas las personas incluidas en el proceso educativo serán, por imperativo categórico, “aprendientes.”

Estamos impelidos, en definitiva, ante la disyuntiva de encontrar sin dilación, nuevas maneras globales de interactuar con nuestros semejantes y con los demás seres vivos, hurgando en procesos educativos y formativos para la vida, o perecer. Como quien dice: “To be or not to be, that is the question.” (Cfr. Expresión del gran Shakespeare al escribir el soliloquio de Hamlet, que libremente traducido quiere decir: “Ser o no ser, esa es la cuestión”).









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