Del teorema del votante mediano al del votante extremista
Miguel Angel Rodríguez marodrige@gmail.com | Martes 28 enero, 2020
En ciencia política es muy conocido el teorema que indica que, en una elección, si los votantes pueden ordenar las alternativas por una característica y prefieren la solución más cercana a su preferencia, la mayoría escogerá la alternativa que más se aproxime a la preferencia del votante mediano. El votante mediano no es votante promedio, sino el que se encuentra en el medio de los votantes ordenados por sus preferencias. Esto lleva a que para ganar los partidos políticos converjan hacia el centro.
Este teorema tiene consecuencias importantes, y en sistemas de voto mayoritario lleva a que los partidos a lo largo de la campaña vayan adaptando sus programas y su propaganda a las tesis más moderadas.
En nuestra historia bipartidista este teorema puede usarse para explicar por qué los ciudadanos, sobre todo después de la crisis de inicios de los ochenta, consideraron que los dos partidos “eran la misma cosa” aunque en la realidad hubiera sustanciales diferencias en los matices de sus propuestas.
Este teorema se origina en el artículo de 1929 Estabilidad y Competencia del economista Harold Hotelling que estableció que la ubicación más rentable para una empresa es el medio del espacio geográfico o de productos
Posteriormente los economistas Duncan Black en 1948 y Anthony Downs en 1957 adataron la idea de Hotelling a decisiones políticas, y en buena parte del siglo XX y a principios del actual, el teorema del votante mediano representaba bastante bien las decisiones electorales por mayoría.
Pero en los últimos años las decisiones políticas en las democracias dejan de converger hacia el votante mediano y las posiciones centristas, y más bien se disparan hacia los extremos.
Los cambios introducidos por la tecnología de la info-comunicación, la pérdida de pertenencia y fraternidad que las personas sufren y los retos y miedos de la globalización y la migración, han afectado profundamente en nuestros días la confianza entre las personas, las han segregado, dan mayor cabida a las emociones, separan a las personas en grupos incomunicados e impiden la convergencia racional hacia las decisiones de mayor consenso.
El manejo de nuevas tecnologías disruptivas es difícil para las personas y para sus interacciones. Esa dificultad se agiganta con la velocidad alucinante con la que ahora se trasforma el conocimiento.
Vivimos la etapa de aprender el uso de esa nueva tecnología mediante millones de experimentos de prueba y error, para poder así acostumbrar a ella nuestras acciones, tradiciones y uso del cerebro. Y mientras tanto los algoritmos de las redes sociales nos conducen a intercambiar con quienes en cada tema piensan de manera semejante, y en estos grupos se agudizan las diferencias, y con frecuencia se imponen las posiciones más extremas.
Para que Internet y las redes sociales no tuviesen costos directos para los usuarios, sus ingresos se han generado con la apropiación que realizan de nuestra información, sin reconocer nuestra propiedad, sin respetarla ni pagárnosla. Esa información les sirve para sectorizar a los usuarios y vender publicidad dirigida a segmentos muy finamente divididos de potenciales clientes. Ya los medios no ganan por acceder al mayor público posible, sino por definir grupos de gustos muy homogéneos.
Por nuestras propias preferencias y decisiones y por el modelo de negocios de los grandes operadores en Internet, nos vamos encerrando en cercos digitales que limitan nuestra interacción con quienes piensan, sientan y opinan distinto.
El efecto de esta nueva tecnología se magnifica por el desarraigo social que experimentamos y por el aumento de la incertidumbre.
La tecnología, la urbanización y el muy bienvenido reconocimiento de los derechos legítimos y naturales de mujeres, niños y minorías también nos someten al aprendizaje de nuevas formas de convivencia, y durante este período sufrimos el costo de los cambios. Antes nos daban arraigo y seguridad nuestras relaciones interpersonales basadas en comunidades geográficas integradas por personas con diferentes condiciones socioeconómicas que se conocen entre sí y se aprecian. ¡Cómo influyó en mi formación la Escuela Buenaventura Corrales!
Ahora vivimos en una interacción despersonalizada, deshumanizada con personas que quienes solo compartimos algunos aspectos específicos gracias a contactos anónimos en las redes sociales. Hemos perdido la seguridad de relaciones laborales duraderas. La familia nuclear estable es cada vez una proporción menor. Hemos perdido las certezas y nos guían los relativismos: en los conocimientos, en los valores y hasta en los hechos. Ese desarraigo, esa desubicación, angustian. Los atávicos instintos al nativismo y el miedo-odio al extranjero reviven con agigantado vigor y nos dividen en medio de los desconocidos de nuestro vecindario.
Vivimos tiempos de desencanto en la democracia, la globalización y las instituciones internacionales. El aumento de la incertidumbre y a desconfianza llevan a la indignación y al enojo
Por otro lado, la globalización requiere instituciones y normas internacionales. Si las naciones deben preservar su soberanía, para someterse a esas normas e instituciones deben llegar a acuerdos entre ellas, lo que impide el funcionamiento de la democracia como expresión de la voluntad de los pueblos, que deben ceder ante esos acuerdos. Este es el resultado del teorema de la imposibilidad de la economía global de Dani Rodrik: democracia, soberanía nacional e integración económica global no son compatibles, se puede dar cualquier combinación de dos de ellos, pero no la vigencia de los tres.
Estas son las causas del cambio en las democracias. En vez de converger racionalmente las posiciones políticas hacia el centro, ahora las emociones las hacen divergir hacia los extremos.
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