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Soberanía y Derechos Humanos

Luis Ortiz lortiz@blplegal.com | Viernes 12 enero, 2018




Nunca, como en la actualidad, habían hecho tanto sentido las palabras pronunciadas por Francisco de Vitoria ante profesores y alumnos de la Universidad de Salamanca en la Navidad de 1528, en la que indicó que “El derecho de gentes no tiene solamente fuerza de pacto o convención entre los hombres, sino que posee igualmente fuerza de ley. El mundo entero, en efecto que en cierto modo es una república, tiene el poder de establecer leyes justas y ordenadas al bien de todos, tales como son la de derecho de gentes. En consecuencia, cuando se trata de asuntos graves, ningún Estado puede considerarse desligado frente al derecho de gentes, porque este último reposa en la autoridad del mundo entero”.

Y es que, tanto la resolución emitida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre la fertilización in vitro, como su reciente opinión consultiva sobre identidad de género y matrimonio igualitario, son una sonora bofetada para aquellas mentes aún obcecadas con el vetusto concepto absolutista de soberanía.

Para muestra dos ejemplos concretos externados por dos aspirantes a la Presidencia de la República cuando se les consultó si respetarán el criterio de la Corte que abre la puerta al matrimonio igualitario en un eventual gobierno. Fabricio Alvarado expresó que “Es una intromisión a la soberanía del país que se rige por leyes y no por decretos particulares. Costa Rica no va a ser una alfombra de la Corte IDH, de la OEA ni de la ONU". Por su parte, Mario Redondo señaló: “El fallo es una desproporcionada intromisión a la soberanía del país... ‘hay compadre hablado’. El gobierno demócrata-cristiano que esperamos encabezar a partir del 8 de mayo, articulará con otros gobiernos de América, para ir a la OEA a frenar las violaciones a la soberanía que ha venido tratando de imponer la Corte IDH".

Lamentablemente, aún y cuando dichos puntos de vista son, en pleno Siglo XXI, totalmente retrógrados, lo cierto es que no son extraños. En efecto, los Estados, escudados en su soberanía absoluta han vilipendiado una y otra vez la dignidad del ser humano. Hechos históricos como las Guerras Mundiales, la esclavitud, el genocidio y tantos otros horrores son claro ejemplo de ello; ¿o es que acaso no era legal en el régimen nazi el exterminio de los judíos? Por suerte, experiencias tan traumáticas han terminado por curtir a una comunidad internacional, finalmente consciente de la necesidad imprescindible de garantizar el respeto a los derechos humanos como único camino para la vida civilizada, aún por encima de la soberanía de los Estados.

Las dificultades en su inserción y aceptación no han sido pocas. Al respecto, las palabras de M. Lafontaine, delegado belga en la Asamblea de Ginebra de la Liga de las Naciones ante el rechazo del carácter obligatorio de la jurisdicción internacional del Tribunal Permanente de Justicia Internacional, retratan claramente la impotencia de la Liga de las Naciones para cumplir sus fines ante el anquilosado concepto de soberanía que reposaba en cada Estado parte cuando manifestó que “Desearía tener la elocuencia de un Demóstenes y de un Mirabeau. Si no me escucháis, escuchad el grito de la humanidad; escuchad las voces de las madres y de las viudas, cuyas lágrimas, por cuanto han perdido, ruedan sobre nosotros como las olas del mar. Escuchad a la humanidad, que ya está harta de vuestros intereses vitales y de vuestra soberanía nacional y que desea la paz.”

Fue con sustento en la doctrina de intervención humanitaria, propuesta por Hugo Grocio en el siglo XVII, que por primera vez se reconoció el derecho de uno o más Estados de adoptar medidas para hacer cesar violaciones manifiestas a los derechos humanos, incluso por medio del uso de la fuerza. Aunado a ello, eventos tales como la codificación del Derecho Internacional; la creación de grandes bloques económicos y políticos transnacionales; el surgimiento de un Derecho de las Organizaciones Internacionales, cuyas decisiones ya no unánimes sino tomadas por mayoría, y vinculan aún a aquellos Estados disidentes; la creación de órganos jurisdiccionales internacionales con competencia para imponer sus decisiones a los Estados; pero sobre todo, la toma de conciencia de una necesidad común de toda la sociedad internacional como fuente primigenia de derecho, al comprender que la humanidad es una sola y se rige por valores comunes a todos, lo que ha provocado el gran salto dialéctico de la noción de soberanía para ubicarla correctamente de acuerdo a los menesteres de nuestro tiempo.

Así pues, como necesidad objetiva de la comunidad internacional, superior a la simple suma de sus partes, los derechos humanos han dejado de ser asunto de incumbencia exclusiva de los Estados, no sólo para ser regulados internacionalmente, sino para imponerles obligaciones por el mero hecho de ser derechos humanos y aún contra su voluntad, superando el principio pacta sunt servanda como fundamento exclusivo de las obligaciones internacionales de los Estados.

La soberanía, tal cual la vislumbró Bodino alguna vez, se ha tornado insostenible e inaplicable para los Estados. Bajo la premisa del ser humano como principio, valor, centro y rector del gran ordenamiento que constituye la Gran República Internacional, la revolución del Derecho internacional contemporáneo ha enervado la aplicabilidad del principio de “no intervención”. Así, ante el poderío masivo que comprende el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, en lugar de reconocerse alguna presunción a favor de la soberanía de los Estados, debemos ahora negarla  como obstáculo para la protección del ser humano y presumir en todo caso que el orden normativo se rige por el principio pro homine.

En consecuencia, la nueva noción de la soberanía, bajo el manto de una Gran República Internacional como ordenamiento universal (ubi societas, ibi ius), con una conciencia de necesidad objetiva y homogénea sustentada en la protección del ser humano, demanda, no sólo el cumplimiento de obligaciones convencionales acordadas por los Estados, sino el respeto a normas y principios jus cogens; ya no voluntariamente aceptados, sino impuestos por una comunidad que excede cualquier interés estatal particular, incluso por sobre sus propias normas fundamentales.    

La soberanía de los Estados, ahora sí que responsablemente matriculados con la protección de los derechos humanos en una confluencia inercial de valores y necesidades comunes, no es hoy más que un instrumento al servicio de la dignidad humana como fuerza meta jurídica que compromete a todo Estado por su carácter absoluto, supremo, inevitable, infranqueable y esencial al mundo entero. Ese poder absoluto, ante el cual todo otro poder debe sublevarse, es el propio ser humano, por quien y para quien la Gran República Internacional como ordenamiento se legitima como realidad política y jurídica.

Por ello, no es acertado cuestionar a la Corte Interamericana de los Derechos Humanos con sustento en tesis desfasadas sobre la soberanía.

Luis Ortiz

Socio de BLP
Experto en Regulación Económica
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