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Romero de América

Arnoldo Mora mora_arnoldo@hotmail.com | Viernes 29 mayo, 2015


Romero de América


Rompiendo los protocolos que en casos similares se acostumbran en el Vaticano, el arzobispo mártir de El Salvador, Óscar Arnulfo Romero, ha sido beatificado —paso previo a la canonización— en la propia capital del país hermano.
A poca distancia del lugar donde fue asesinado mientras celebraba la Eucaristía y ante miles y miles de esa gente que él amó y por cuya liberación ofrendó su vida y derramó su sangre, ante autoridades eclesiásticas y civiles, más aún, ante la mirada del mundo entero, pues esa ceremonia se convirtió en el acontecimiento del día en la prensa mundial.
Mons. Romero hizo realidad con creces aquello de que “si me matan, resucitaré en mi pueblo”. Pero Mons. Romero se quedó corto. No solo resucitó en su pueblo, en su patria salvadoreña, sino en el mundo entero.
Óscar Arnulfo Romero, el tímido clérigo cuya heroica lucha por la dignidad de su pueblo lo convirtió en gigante, ha saltado a la historia como el más noble símbolo de Nuestra América.
No sé por qué designios de la historia, lo cierto es que, desde el siglo pasado, las diversas regiones étnico-culturales y geográficas que configuran la humanidad se han dado un símbolo, un “mito” en el mejor sentido de la palabra, esto es, un modelo a seguir, una fuente de inspiración, una cátedra de los mejores y más elevados valores como legado espiritual para todos los pueblos de la tierra.
Esos símbolos son hoy honra de la especie frente a la barbarie de otros individuos y otros acontecimientos que han llenado de sangre y dolor las páginas de la historia de los últimos siglos.
El siglo XX ha sido el más tétrico y brutal de la historia de nuestra especie. Las dos guerras mundiales, el nazifascimo y la actual amenaza de un apocalipsis nuclear que podría acabar con toda manifestación de vida sobre la tierra, constituyen la irrefutable prueba de lo que acabo de decir. Mezcla de terror y de dolor configuran los sentimientos que aterran el corazón y la memoria reciente de la humanidad. Las noticias de acá y de acullá que a diario recibimos solo logran acrecentar esos aterradores sentimientos.
Pero frente a esta monstruosa barbarie, surgen como destellos de luz en medio de las tinieblas, algunos hombres que encarnan lo más noble del corazón humano en cada uno de los rincones que configuran la geografía y las culturas del planeta.
Leon Tolstoi para los países europeos, Gandhi para los asiáticos, Luther King para los de Norteamérica, Mandela para el África... y ahora Mons. Romero para Nuestra América.
Su legado de luz y de esperanza debe guiarnos sumergidos como estamos en la tenebrosa noche que ha sobrevenido a la gran parte humanidad.
Por eso no podemos situar a Romero tan solo en los altares, sino tal como él fue en su vida real: sumergido en las luchas y dolores de su pueblo. Hizo suya la suerte y el destino de los más pobres y oprimidos.
Romero nació en El Salvador pero hoy pertenece a todos los hombres y mujeres que sufren y luchan por la justicia social dondequiera que estén. Romero seguirá siempre vivo y actuando en cada corazón que palpite en busca de los sueños que lo llevaron a la inmortalidad. Su sangre ha sido semilla de vida.

Arnoldo Mora
 

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