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¿Qué es mejor: ayer, hoy o mañana?

Andrei Cambronero acambronerot@gmail.com | Jueves 11 enero, 2018


¿Qué es mejor: ayer, hoy o mañana?

El tiempo es un aspecto medular en la existencia de todo ser humano. Los horarios forman parte de nuestra existencia: nuestro día se inicia a una determinada hora, los alimentos se ingieren —por lo común— cuando las agujas del reloj marcan un específico momento, algunos miran cuántos minutos restan para el fin de la jornada laboral y no es extraño el personaje que, ansiosa y reiteradamente, echa vistazos a su muñeca mientras avista si viene el autobús.

En términos más amplios, estamos sujetos a calendarios. Hay ciertas celebraciones por haber acumulado una específica cantidad de años, existe el llamado “calendario de nupcialidad” (promedio de edad a la que se casan las personas so pena de “vestir santos”), el arribar a seis decenios y medio nos otorga la categoría de ciudadanos de oro y, como se vio en diciembre anterior, el calendario de pagos es lo que Durkheim llamaría sagrado pues “no se toca”.

Con las abstracciones “pasado” y “futuro” también se tienen fetiches. Sin distingo de ámbitos (laboral, académico, profesional, familiar, político, etc.) no es extraño escuchar una frase que, con anhelo, rememore épocas antiguas y le adscriba el calificativo “mejor”. “Antes eso era diferente, mucho mejor que ahora”, “ahora no es lo mismo, qué va” son algunas formulaciones típicas de una nostalgia por espacios recónditos de la memoria; en ese escenario, cabe hacerse —al menos— dos cuestionamientos. Por un lado, si ese ejercicio no será una suerte de racionalización colectiva para consolarnos de que no puede ser que llevemos tanto rato en las circunstancias actuales.

De otra parte, ¿cuán atrás hay que viajar para llegar a ese momento idílico donde todo era alegría y cero complicaciones? ¿En verdad estábamos mejor en la Edad Media? ¿Estaría Ud. dispuesto a renunciar a su teléfono inteligente y a Internet porque, durante el reinado del telégrafo, las “familias sí eran familias”? No sé cuál será su respuesta, en mi caso la tengo clara: no me parece que el trabajoso contexto comunicativo de entonces sea un paraíso comparado con el ciberespacio, las compras en la web, las redes sociales (aunque yo en lo personal abjure de ellas) y el abanico de apps para, por ejemplo, evitar las presas.

Alguien me increpará: “eso es solo uno de todos los aspectos”; sin embargo, no es posible un mundo a lo collage en el que se incorporen elementos de varias épocas. En otros términos, es inviable una sociedad con tecnología de 2018, pero con la posibilidad de prácticas del siglo XIX; evidentemente, hay tradiciones que se sostienen por extensos lapsos (justamente eso les da tal carácter) pero estas no generan una atmósfera, un contexto, una totalidad social específica.

Cierto es que, en aspectos puntuales, unas décadas atrás se tenían algunas condiciones objetivas de bienestar superiores a las de hoy en día; empero, es innegable que el avance en la ciencia y la tecnología han permitido potenciar la calidad de vida. Hoy se cuenta con más y mejores opciones para curar enfermedades, las distancias —cual si se tratara de un engaño a las coordenadas tiempo y espacio— se han acortado y un sinnúmero de actividades, que antes resultaban tediosas, se pueden hacer desde un sillón.

Ahora bien, no faltarán quienes digan “sí, pero nada hacemos si no todos pueden acceder a tales bondades”, mas ese argumento no desvirtúa que se tiende a la optimización, pues el punto no está en volver a las cavernas sino, antes bien, acortar la brecha social y, con ello, atender el fenómeno criminal, solo por citar una temática de recurrente mención.

En cuanto al futuro, el secreto está en no irse a los extremos. Personas demasiado preocupadas por lo que vendrá olvidan el presente y se torturan viendo cómo amasan una fortuna, descuidando momentos importantes: crecimiento de hijos, espacios para departir con otros que, quizás, no estarán mañana, entre otros. En similar sentido, no pensar más allá de las narices puede llevar al despilfarro y a no tener para una vejez digna.

En una palabra: debe pensarse en el futuro sin dejar de anclar los pies en el presente. Las proyecciones y el planeamiento son necesarios y hasta aconsejables, pero desvivirse por el mañana es desgastarse en un sitio que, como decía A. Einstein, aun no existe.

Por último, resta reflexionar sobre ese citado paraje: el presente. Según algún sector de las ciencias sociales, al tomar decisiones infravaloramos el futuro frente a lo que se tiene (sesgo del presente), en tanto eso es lo seguro, es el pájaro en mano vs. la bandada en el aire; no obstante, si conjuntamos todas las ideas expuestas, tendremos que hoy será un peor lugar que el ayer, al tiempo que, paradójicamente, estaremos en un estado mejor del que nos aguarda al día siguiente (¡por esto no hay que hacer mucho caso de esas zonas comunes argumentativas!).

El tiempo y su discurrir deben ocuparnos, pero no demasiado; como me lo hizo ver —en una clase de materialismo histórico— un crítico profesor: todo presente es un futuro pasado.

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