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Los imprescindibles

| Jueves 14 abril, 2011


Los imprescindibles

Bastante se ha escrito sobre la ola de cambios en los países árabes. Que la libertad y la democracia son bienes en cualquier parte del mundo, que es necesario desmitificar el prejuicio sobre el mundo árabe como sinónimo de intolerancia y terrorismo, y que hay un tirón de orejas a la cómoda miopía de Occidente, que tanto en derechas como izquierdas, se sentía satisfecha de tener a corruptos sátrapas de aliados, en tanto mantuvieran sus feudos en orden.
Otro aspecto común es el rechazo a dejar el poder por parte de estos gobernantes, dictadores, presidentes autoritarios, padres de la patria o como se les quiera llamar. Y este es un rasgo, que si bien, a primeras luces nos parece una obcecada tozudez, refleja otra característica universal: el sentirse imprescindibles por parte de aquellos que detentan cuotas de poder.
Uno los escucha en El Cairo, Trípoli o Damasco: el poder no se puede entregar por más que ellos quisieran, no se puede compartir; sin ellos, la estabilidad, la seguridad, el orden, y en pocas palabras, el futuro de la nación dejaría de existir.
El argumento es claro: yo soy el resguardo de todo lo que hemos sido, y sin mí el futuro será inviable; yo tengo que estar al mando de ustedes, y por su bien tengo que ser imprescindible.
Los cambios del mundo árabe nos permiten desnudar los resortes o entramados que subyacen en muchos liderazgos; no sólo allá, también acá, también en nuestras organizaciones políticas y sociales. Me refiero a aquellos que son incapaces de comprender que su trabajo y su tiempo son limitados, y que el entorno es más complejo que su cabeza.
Indigestos por los encantos del poder, pierden de vista su lugar y su función, olvidando que es, y debe ser, limitados. Y que los méritos para acceder a donde se está —si los hay—, se complementan con saber cuándo y cómo salir.
Sin cuestionar aquí su capacidad de gestión, lo que asombra es esa férrea presunción de pensarse irremplazable siempre, en todo momento, en toda ocasión.
Quizás deberíamos proponer en todos esos programas y talleres de liderazgo que aparecen, que se enseñe a los líderes el reconocer sus límites, y saber comprender que el tiempo no es algo que les pertenece, es justamente todo lo contrario; y que los entornos cambian y sobreviven sin ellos, tal como lo demuestra la historia.
Si comprendieran esto, en lugar de querer emular a Calígula o César Borgia, serían más cautos y responsables, menos ostentosos, fastuosos. No tendrán ese espejo distorsionador que a un mismo tiempo los hace verse soberbios y únicos, mientras su entorno los caricaturiza como desfasados en el mejor de los casos, ansiando su reemplazo.
Quizás el verdadero líder entiende que lo dejará de ser en algún momento. Y que es un bien para todos y para sí mismo.

Juan Ignacio Castillo
Filósofo





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