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La voz del pueblo

Leopoldo Barrionuevo leopoldo@amnet.co.cr | Sábado 24 noviembre, 2007


Cuando hace 40 años llegué a Costa Rica contratado por un grupo constituido por Cervecería Costa Rica, Tabacalera y CEFA, que pronto se incrementaría con Royal, Jack’s, Cinta Azul, Lacsa y Dos pinos, me encontré perdido al provenir de mercados como Argentina, Colombia, Venezuela y México; el país tenía poco más de 1 millón de habitantes y las carreteras brillaban por su ausencia.

Pero existía una práctica que me llamó la atención de inmediato: los ruteros de las empresas distribuidoras de productos populares se tomaban el trabajo de conversar con sus clientes informándoles sobre los productos que se vendían y los que no, las promociones que tenían lugar en otros sectores del mercado e incluso acerca de fútbol y competitividad, luego, por las noches se reunían con sus colegas y tornaban a conversar sobre los temas de actualidad. Es decir, que entre cantina y pulpería transcurría “el ver pasar la vida” en el que todos aprendían.

Los proyectos del incipiente autoservicio eran tímidos y se repartían entre Uribe & Pagés, Bar Azul, Automercado Los Yoses, Muñoz & Nane, La Gran Vía y Brolato y Peinador y vendían en San José menos del 20% de todas las ventas, el resto correspondía a pulperías, ventanas y sodas.

Conocí Costa Rica viajando en camión, tomando sopitas en pulperías y alguna birra en cantinas. La gente te agasajaba, conversaba con avidez de conocimientos y aprendías también a escucharlos: Daniel Oduber en campaña hacía que el próximo pueblo fuera visitado por su fotógrafo para traerle información de los caudillos y al dorso de la foto debían asentarse nombre, actividad y datos de familia, de tal modo que don Daniel llegara en avioneta una semana después para departir con la gente con pleno conocimiento y cayendo siempre bien: sabía tirarse, como los paracaidistas. No como los pilotos argentinos a quienes hiciera referencia un alto funcionario en un lapsus innecesario y escasamente gracioso.

Se conversaba y uno se convertía en la conversa, nadie se comunicaba, todos se entendían y la información que se traía a la empresa era poco menos que definitiva si se sabían hacer las preguntas y el que investigaba tenía empatía y sensibilidad para escoger lo significativo y filtrarlo. A nadie se le ocurría que fuera una buena práctica la de preguntas cerradas (sí, no, no sabe y no responde) y se hacían preguntas abiertas, propias del saber socrático.

La tecnología y la academia ayudaron a cambiar el panorama: ahora no se puede hablar con el cliente porque no hay tiempo, las sopitas murieron bajo el control electrónico, los vendedores no llegan a reunirse informalmente porque el caos del transporte los estresa y por fin, a quienes los supervisan a veces les falta calle y de tantos cables que les cuelgan, los clientes los llaman robocops.

Desde ya que no es un mal que afecta al mercadeo sino a esta sociedad de celulares y computadoras en las que para ver el otro rostro del que habla hay que adicionar una camarita, en razón de lo que para poder hablar hay que estar maquillado.

Lo cierto es que hemos dejado de conversar con el cliente para cambiar la charla por las encuestas y la adivinación porque la información requiere perspicacia, además de una excelente selección, no solo de interlocutores sino también de percepciones en la medida que las verdades solo llegan por ardua tarea y no producto del silencio o aceptando sumisamente a los que gobiernan.

La voz del pueblo es la voz de Dios pero escucharla es un peligro para muchos que no se consideran secretarios de Dios: están convencidos de que Dios es su secretario.

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