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Enamorarse, solo un poco, de una posición

Andrei Cambronero acambronerot@gmail.com | Jueves 21 diciembre, 2017


Enamorarse, solo un poco, de una posición

Hay enamoramientos extraños. Al menos una vez en la vida se habrá preguntado ¿qué le ve esa persona a aquella otra? ¿Por qué estarán juntos?; quizás una diferencia de humores, talante, vocaciones o sensibilidades sean las justificaciones —para sentirse desubicado— cuando uno se entera de una relación entre seres de mundos disímiles.

Evidentemente, tras eso hay una valoración acerca de cuál sería —más o menos— el modelo que le “convendría” a fulano; total, como lo remarcaba Wittgenstein, es posible asombrarse de algo como es, solo si se puede imaginar como no es. En otras palabras, podemos lamentarnos de la pareja actual de zutana porque es factible representarse cómo sería su vida con otro individuo.

Sin embargo, las líneas de esta semana no están dedicadas a las excentricidades que, en las dinámicas amorosas, se pueden encontrar por ahí. Los enamoramientos a los que me referiré son los que nacen entre el sujeto y algún rol o posición específica. En esas dinámicas, frecuente y paradójicamente, ocurre el fenómeno de “La modelo” de Capmany.

Un caso común. La educación es, por excelencia, el vehículo (lícito) de movilidad social que permite a una generación superar el umbral de bienestar de sus ascendientes; pese a que, aún hoy, contar con un grado académico universitario es un privilegio (y como tal solo accesible a unos pocos), lo cierto es que los centros de enseñanza superior se han multiplicado y, con ellos, la construcción de un imaginario donde el éxito pasa, en gran medida, por diploma, trabajo, familia y mascota.

Podrá sonar cruel, pero es una realidad: no todas las personas tienen que ser profesionales; algunas de ellas, incluso, se sienten obligadas a serlo pese a tener claridad de que su verdadero foco de realización personal está distante de los muros de alguna facultad. Se ha entronizado en nuestra dinámica cultural el menosprecio a lo técnico y a lo que antes llamábamos “oficios”. Curiosamente, en otras latitudes, un experto en cómo arreglar ciertas máquinas puede darse un nivel de vida bastante más suntuoso que algunos egresados de prestigiosas universidades (recuérdese cómo, durante la crisis de finales de la década recién pasada, muchos titulados se dedicaron a la atención de las clientelas en tascas).

Esa lógica produce diplomados formales, sujetos enamorados de las dos o tres siglas que pueden anteponer a sus nombres y la creación de una expectativa de mayor prestigio (y salario) por ese cambio en la condición académica. No obstante, el engolosinamiento lo es con esos aspectos superficiales: estarse actualizando supone una fatigosa tarea que normalmente no se está dispuesto a emprender.

Así, tenemos abogados citando normas derogadas o recitando fórmulas sacramentales de rimbombante mote aunque, por el trocar del Derecho, estén empobrecidas en su contenido; administradores y jefaturas que aplican un fordismo déspota en el que la lealtad se busca con látigo, ascensos condicionados y la promesa —expresa o tácita— de desgraciar la vida si se osa a morder la mano que da de comer. Ahí se nota una falta de “enganche”, un cariño matizado, un me gusta ser el jefe licenciado pero no estoy dispuesto a transar mis momentos de televisión o Netflix para enterarme de lo que está pasando en mi profesión. Se experimenta una fruición por ordenarles a otros, al tiempo que se tiene una incapacidad para comprender que la fidelidad y el mando más efectivos vienen dados por el carisma antes que por el garrote.

Las famosas tres “P” (plata, poder y prestigio) trasudan un aroma casi irresistible, feromonas en el aire para quedar prendido de estar en tal o cual sitial; empero, el gustazo de salir a comer con ese rol social tiene el duro golpe de pagar una cuenta en un restaurante para impresionar.

Allende de lo que se dice en los tiempos que corren, ocupar un estrado —tradicionalmente— trae consigo el reconocimiento de los pares y el conglomerado social en general, aporta una cuota nada despreciable de poder (se decide sobre hacienda, libertad y familia de los otros) y la remuneración está entre las más altas del sector público. Con esas características, convertirse en juez suele ser anhelado.

Ahora bien, esas personas podrán estar enamoradas de los zapatos de charol, las medias de neón, los anteojos punk y los aretes de bambú de la judicatura, mas si se evita decidir o se evade el hacerse cargo de juicios complejos con cualquier pretexto, entonces habrá que decirle a Themis lo siento nena, no me gustas tú.

Resta decir que es sencillo aficionarse por todo lo bueno de una posición, servirse de los frutos derivados de ocuparla; pero lo realmente encomiable es abrazarla con todas sus implicaciones, con todas sus responsabilidades y con todas sus complicaciones.

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