El principio de protección de confianza legítima como límite al poder
Felipe Rodríguez felipe.rodríguez@cr.gt.com | Miércoles 28 agosto, 2024
Sin lugar a duda el principio de legalidad representó una primera forma de racionalización del ejercicio del poder. Como una derivación actual de ese conocido principio, es posible ubicar la protección constitucional a la confianza legítima.
Si bien la Constitución no regula expresamente el principio como tal, es necesario recordar que su artículo 34 establece la prohibición de la retroactividad en perjuicio y la protección de los derechos patrimoniales adquiridos o de situaciones jurídicas consolidadas. Es a partir de allí que la Sala Constitucional ha derivado la existencia del principio de protección de la confianza legítima.
Quizás una de las primeras ocasiones donde ese tribunal constitucional se refirió de manera sistemática a la existencia del principio fue en la sentencia número 10171-2010, la cual fue posteriormente retomada en la sentencia número 8000-2016, la cual es constantemente reiterada en sentencias posteriores, incluso de este año 2024.
Además, es importante señalar que el principio fue construido y delimitado con base en jurisprudencia extranjera, en particular de sentencias provenientes de Alemania, España y Colombia, lo cual es interesante pero no inusual para un tribunal que constantemente visita a estas cortes.
La protección de la confianza legítima está estrechamente relacionada a otros principios constitucionales: la buena fe, la seguridad jurídica, la prohibición de la retroactividad en perjuicio y la intangibilidad de los actos propios. Por ello, lo que persigue es restringir la posibilidad de que la Administración Pública revierta sus propios actos en perjuicio del administrado.
A efectos de oponer ese principio a la Administración es necesario verificar la concurrencia de ciertos requisitos de aplicación. En primer lugar, es importante que la Administración haya producido una conducta administrativa que sea “lo suficientemente concluyente” como para que haga pensar al administrado que su actuación es correcta y apegada al ordenamiento jurídico y que sus expectativas son razonables.
Además, la Administración debe provocar “signos externos”, es decir, hechos o actos que orienten lícitamente la conducta del administrado. También es necesario que el acto construya una situación jurídica individualizada, en la cual el administrado confía. Por último, el administrado debe cumplir los deberes y las obligaciones relacionadas a esa relación jurídica individual.
Verificados esos requisitos en el caso concreto –tarea que, por cierto, no es sencilla y requiere una debida asesoría, por tratarse de aspectos técnicos– surge la limitación para la Administración Pública y en favor del administrado. Quebrantar esa limitación puede dar, según las particularidades de cada caso, a responsabilidad patrimonial de la Administración y a la eventual anulación de las conductas posteriores.
En esa misma línea, cabe señalar que la Procuraduría General de la República ha indicado el principio resulta aplicable incluso a la materia tributaria. Efectivamente, según se indicó en el dictamen PGR-C-112-2024 de 04 de junio del año en curso, cuando la Administración Tributaria cambia los criterios administrativos sobre la fiscalidad de una determinada actividad (el caso concreto se refería a fideicomisos públicos), vulnera ese ambiente de confianza que le generó al administrado –el cual además está vinculado a su patrimonio y al sostenimiento de las cargas públicas–, con lo cual la necesidad de garantizar la garantía constitucional de irretroactividad deviene en fundamental.
La postura de la PGR se articula con las pautas dadas por la Sala Constitucional en el sentido de proteger la confianza legítima creada a los administrados por parte del Estado y en ese sentido resulta fundamental para hacer valer la supremacía de la Constitución y la convivencia democrática. Además, refuerza la seguridad jurídica como valor fundamental en el marco de las relaciones jurídico tributarias.
Así las cosas, el principio busca que la Administración se apegue a las reglas del juego que, una vez dadas, han de respetarse. Protege también al administrado, el cual, sobre la base de una confianza construida por las propias instituciones públicas, se conduce de determinada manera confiando en que el Estado actúa de forma legítima. Esa confianza se rompe cuando la Administración decide “echar para atrás” una decisión creada por ella misma y que ya había generado ese ambiente de confianza.
De no existir esta limitación constitucional al ejercicio del poder, se generaría un profundo clima de inseguridad jurídica y de desconfianza del administrado por las instituciones públicas, lo cual es un riesgo en el marco de una democracia como la nuestra y además pone en peligro la estabilidad económica.
Por ello es necesario insistir en la existencia del principio de confianza legítima como forma de racionalizar el ejercicio del poder público y de fortalecer la confianza de los ciudadanos en las instituciones públicas, de acuerdo con la Constitución.
Felipe Rodríguez
Consultor Legal de Grant Thornton