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El miedo como arma política y social, ¿A qué le debemos tener miedo?

Larissa Arroyo larissa@acceder.cr | Martes 04 febrero, 2020


Las vacaciones

Inicié este año visitando a mis sobrinos. Todos los días, tocaba planear actividades y negociar entre una Tía Chu resfriada y con baja energía, una mamá tratando de darle la mejor educación a sus hijos, una Tete de 70 años que los alcahuetea aún a escondidas de la mamá, y dos pequeños varones absolutamente rebosantes de vitalidad y de curiosidad. No fue tarea fácil, particularmente porque era invierno nevado. Hacía un frío al que no estamos acostumbradas quienes vivimos en el Trópico, así que no muy convencidas decidimos ir a un zoológico. Todas teníamos dudas éticas relacionadas con el cautiverio de animales salvajes pero cuando se acaban las opciones de entretener a estas criaturas eufóricas pareciera que es más fácil que una ceda ante sus propias reglas.

Mi madre, mi hermana y mi sobrino menor se fueron a jugar al play del zoológico mientras que mi sobrino mayor y yo nos fuimos a ver el salón de los conejos. Al salir vimos un gallo. Era un hermoso gallo, negro, pequeño y andaba libre. Mi sobrino se paralizó. Lo miró fijamente. Yo le dije que se acercara, cosa que se rehusó a hacer y permaneció varios minutos, inmóvil, sin hablar. Me apretó fuertemente la mano. El gallo avanzó unos pasos y mi sobrino me obligó a seguir caminando, alejándonos del peligroso animal para seguir hacia dónde estaban los burros.

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El desenlace

Seguimos caminando y encontramos un rótulo que indicaba el camino hacia donde estaban los tigres, y en medio de la algarabía, ya lejos del gallo, mi sobrino me soltó la mano y salió corriendo sin que yo pudiera perseguirlo. Por miedo a que se cayera en uno de los estanques o algo peor, sin pensarlo, usé la estrategia que usaba mi madre conmigo: “¡Fulanito! Tenés que venir aquí conmigo y darme la mano porque te puede atacar el lince!”

La que tenía miedo del lince era yo, en realidad, después de haber visto las barreras de los felinos, porque me habían hecho dudar de la seguridad ante animales que en su ambiente natural suelen escalar, pero funcionó y mi sobrino paró en seco. Se devolvió despacio, me tomó de la mano y me dijo solemnemente mirándome a los ojos: “¡El gallo, Tía Chu, el gallo!” Continué diciéndole que tuviera cuidado con el lince pero no me puso atención. Todo el camino, con cada un ruido, él se detenía asustado y se aseguraba de que no hubiera ni pista del gallo.

El miedo es un arma

Mi sobrino me hizo cuestionarme a mí misma y a nuestra sociedad. Yo le tenía miedo al lince, él le tenía miedo al gallo. Uno estaba enjaulado y el otro efectivamente nos podía perseguir.

El miedo ha sido el arma primordial para someter y controlar a las masas: que el coronavirus ya está en el país, que las vacunas causan autismo y otras cosas que ni sabemos, que se viene un golpe de estado durante las elecciones y que hay que prepararse e ir por provisiones al supermercado... Tenemos muchos “linces”. Particularmente en los espacios políticos. Nos paraliza como sociedad hablar de educación para la sexualidad porque “No toques a mis hijos” mientras cada día en el país se diagnostica a una mujer con cáncer de cérvix y cada 3 días se muere una. Nos preocupan los efectos de las vacunas sobre la advertencia de una actriz famosa que dice que ha estudiado mucho y que ella jamás vacunaría a sus hijos. Nos aterra el mensaje que nos enviaron por WhatsApp de una señora que no sabemos quién es pero que suena muy honorable, convincente y angustiada.

Lo que nos debería preocupar

En resumen, nos preocupa más el lince de un virus que surge en China y que ha matado algunas personas que el gallo de la cultura del consumo, la explotación, el estrés, la alimentación y la falta de ejercicio. Ni siquiera tratamos de espantar a los gallos de estas elecciones municipales y muchísimo menos quienes ocupan puestos en el Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial. A esos gallos ya los conocemos. Hemos naturalizado que nos persigan, que nos ataquen y que incluso de manera progresiva, pero constante, nos quiten la protección a nuestros derechos fundamentales como la salud y la protesta. Ojalá nos preocupáramos menos por el lince que está bien encerrado y nos ocupáramos más del gallo que anda suelto.






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