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COLUMNISTAS


De boas, perros y funerales

Vladimir de la Cruz vladimirdelacruz@hotmail.com | Miércoles 13 marzo, 2024


Vladimir de la Cruz

Historiador

Raro título. No me dedico a la crianza de perros, pero he tenido y tengo mascotas; perros. En general siempre he tenido perros de razas grandes: Gran Danés fue la primera perra que tuve. Después Pastores alemanes, Pastores belgas, Rottweiler, Doberman, Crestado rodesiano; un cruce accidental de gran danés con pastor alemán, cuyos cachorros salieron lindos y extraordinariamente inteligentes. Actualmente sigo con Gran Danés, de los grandes…grandes.

Todos me han acompañado desde su nacimiento hasta sus naturales muertes. Los he enterrado en el patio de la casa cuando han fallecido.

En alguna época, juvenil, y ya recién casado, tuve una culebra Boa, que llegó a tener dos metros de largo, que vivía plácidamente entre mis volúmenes, en la biblioteca. Era la guardiana de mis libros. La tuve cuando era soltero, en casa de mi madre, y luego recién casado la llevé al apartamento donde empecé a vivir. Mi esposa la aceptó. Años más tarde, mi hijo Presbere tuvo también sus culebras. Estudiaba biología y le atraía la herpetología. Llegó a tener culebras venenosas como parte de sus estudios hasta que le prohibí tenerlas en la casa. También tuvimos peceras y mi hijo Tupac, siendo un adolescente, se dedicó por un tiempo a la producción de una especie de pez, que vendía a acuarios, siendo un adolescente. Llegó a tener peceras preciosas de peces tanto de agua dulce como salada.

La Boa de esta historia fue la siguiente: cuando empezaba a estudiar Derecho, tenía una oficina de asuntos legales, desde la que litigaba, con el apoyo legal de Jaime Cerdas y Rodolfo Cerdas. Un día, mi buen amigo Miguel Sobrado, que trabajaba, con campesinos en la región de San Carlos, y los organizaba en luchas, me pidió un favor jurídico para uno de ellos, que laboraba recogiendo reptiles para la Universidad de Costa Rica. Cuando le resolví el asunto me preguntó cuánto me debía. Le manifesté que nada; que era un favor solicitado por Miguel, pero que si quería enviarme una culebra no venenosa se lo agradecería. Se lo dije más en broma que en serio. Un día me llamaron de la empresa de buses de San Carlos indicándome que ahí tenían un paquete para mí. El paquetito era la culebrita, que llamé Anto, por mi hermano Antonio. Chiquitilla, como de 20, 25 centímetros, pero chúcara, brava. Poco a poco la fui domesticando. La llevaba a la Universidad para conseguirle el alimento, ratoncitos de laboratorio, que allí me los facilitaba Eduardo, el biólogo y profesor, luego muy amigo mío, que también criaba una culebra, una Boa, igual que yo. Creció el reptil. Una prima y mi hija mayor Yalena se retrataron con ella. Yma Yara, la prima, hasta dormía con la Boa.

Antes de casarme, la Boa estaba en casa de mi madre, donde yo también vivía. Cuando no estaba entre los libros, pasaba en una macetera, en un patio interior que no tenía más que metro y medio por metro y medio de grande, entre los cuartos de mi madre y el mío, al frente de una pequeña salita donde solo cabía un sillón. Mamá no tocaba la culebra para nada. La respetaba, sobre todo porque iba creciendo.

Llegaba la culebra a los dos metros de largo, cuando un día al atardecer, al iniciar la noche, mi madre llegó del trabajo y prendió el televisor. Le apareció el Programa Club Millonario Phillips, que dirigía Carlos Alberto Patiño, gran animador de Televisión del Canal 7, cuando estaba por la estación de Ferrocarril del Pacífico. Patiño promociona, en el momento que llega mi mamá, qué quien le lleve la culebra más grande se gana un viaje a Colombia, de ocho días con todo pago. Mi madre quedó iluminada o encantada ante el llamado de Patiño. Inmediatamente, llamó a su gran amiga, y vecina, a los cien metros de la casa, Dina Díez, le contó lo que acaba de oír y le pidió que la acompañara al Canal. Sin pensarlo, las dos, cogieron una bolsa de manigueta, de las de antes; mi madre, en medio de la oscuridad del patio de luz, metió las manos entre las matitas buscando la culebra, que no veía, hasta que encontró a Anto. La cogió, sin saber cómo, la metió en la bolsa, llamaron un taxi y llegaron al Canal 7 a tiempo de presentar a Anto para el concurso. Ahí estaba ya Eduardo el biólogo de la Universidad con su culebra. Las midieron y ganó la mía, llevada por mi madre. De eso hay una foto en el Canal 7, que yo ví muchos años después, cuando fui candidato presidencial, allá por 1998, y en el Canal me pasaron por algún pasillo donde estaba la foto de mi madre con Anto en sus dos manos, como gran gladiadora. Premio: el viaje a Colombia con todo pago. Siguió el regreso a la casa de mi madre y de Dina, en taxi. A las 8 pasadas llegaron. A los 5 o 10 minutos, después, llegué yo y lo que me encuentro es a mi madre y a Dina asustadas y pegando gritos. Pregunto que qué pasó. Me cuentan y logro entender que hasta ese momento del regreso, a la casa, se habían dado cuenta y tomado conciencia de lo que habían hecho: coger la culebra, que nunca la habían tocado, meterla en una bolsa, irse en taxi de noche al Canal 7, prácticamente pasearse con una culebra de dos metros, por toda la ciudad, presentarse al concurso, ganarlo y regresar de la misma forma. Aterrorizadas estaban de lo que habían hecho.

Ni mi madre ni yo fuimos a Colombia. Vendimos el premio y con la plata compramos el primer escritorio para mí. En esos días la Embajada americana ofrecía en venta muebles, por cambio que hacía, entre ellos un escritorio. Todo el premio se fue en el pago. Así lo adquirí, y todavía lo tengo…desde hace 53 años pagado por el favor que le hice a aquel campesino de la Villa, como se le decía a la ciudad de San Carlos en esos años.

Anto, finalmente se la entregué a Eduardo, el biólogo, en 1973, cuando nació mi hijo Lautaro porque me dio temor, el tamaño de la culebra y el tamaño del bebé. Anto murió después en la Universidad de Costa Rica, donde estaba bien custodiada.

Con Anto, llegó la primera perra, una Gran Danés, que se me murió por un accidente de comida de huesos de pollo, por mi inexperiencia de cuido y crianza en ese sentido.

En los años ochenta tuve mi primera Pastor Alemán, regalada por Alvaro Montero Mejía. Una gran perra, que me acompañó en el inicio de la casa que tengo ahora, desde hace 40 años. Una casa en una zona, en ese momento todavía bastante campesina, sin cercas, sin seguridades domésticas, con una cerca natural de olivo, que no tenía más de un metro de altura, sin alambre de puas, como se vivía en ese entonces, con bastante seguridad. Hubo tres intentos de meterse a la casa por el patio. La perra siempre detuvo los posibles ladrones. En dos ocasiones la hirieron con machete, sin que lograran el objetivo, ni el robo, la entrada a la casa o la muerte de la perra. Gran cuidadora de mis hijos. Me gruñía cuando les llamaba la atención en el patio, como diciéndome, “quieto, aquí estoy yo. No se meta”.

Luego siguieron los otros perros. La experiencia de tener perros me ha acercado a la naturaleza, al cuido de los animales, a conocer de sus características, linajes e historias de sus razas. La importancia que tienen para las personas, para los niños, para las personas especiales, así como para los adultos en general como yo, cercano a los 80 años. Son una extraordinaria compañía, son terapéuticos según se pueda apreciar su compañía y trato. En mi caso los perros han sido de cuido. Grandes amigos míos, fieles, obedientes. Nunca, dichosamente, he tenido accidentes con ellos, ni con quienes tienen acceso a ellos, como han sido mis nietos.

Todos mis hijos y nietos también tienen mascotas, solo que en sus casos mascotas de razas pequeñas. Dos hijos con una mascota cada uno, dos hijos con dos mascotas cada uno. Ver los 10 nietos en la relación con esas mascotas deleita por el cuido, el trato y los sentimientos que se desarrollan de los niños hacia sus mascota, animales, por el respeto hacia los animales.

En una ocasión, un parto de una Gran Danés me dio 14 perritos, cuya madre murió dos días después, por una infección. Me tocó atender ese parto y crías, con ayuda y guía del Dr. Carlos Manuel Vicente. Salvé 12 atendiéndolos cada dos horas con chupones y el cuido que requieren en esos primeros días. Uno de los perros, esa es otra historia, me ayudó. Asumió parte del cuido conmigo sustituyendo, en algunas tareas, lo que hace la madre con sus cachorros, en esos primeros días.

Recientemente, hace 8 semanas, para ser preciso, tengo una camada de once perros que nacieron Gran Danés. Preciosos todos. Grandes como sus padres. En la camada, dos grises, dos blancos, uno de ellos con ojos celestes, una negra, como su padre, las otras crías, en total 6 machos y 4 hembras, parecidos a la madre, arlequines o blancos con pocas manchas blancas, que parecen “vaquitas”. Buen carácter tienen, gruñones. Solo una cría falleció porque fue parida en el patio, de madrugada, en un lugar que no estaba destinado para partos, una cueva que improvisó la madre a última hora. De los restantes, uno lo salvé con masaje cardiaco y respiración boca a boca. Gran experiencia fue esa.

En estos días apareció el tema de mi muerte, o la de algún familiar cercano, con una llamada de una funeraria, ofreciéndome servicios futuros y de un sitio en un cementerio. La muchacha hizo su mejor esfuerzo por venderme un paquete, hasta el de la cremación, y el sitio para guardar las copas o cajas de cenizas.

Le expliqué que ya mi decisión está tomada, por la cremación. Insistió que tenía el sitio ideal para conservar las cenizas. Le expliqué que quería que me enterraran en el patio. Me dijo e insistió que no era posible y que era prohibido. Le dije que he participado de entierros de cenizas en patios y que nunca había oído de ese problema legal. Le dije que al final nadie se daría cuenta de donde se dejan mis cenizas, si en la sala, el cuarto, o el patio de una casa. Ella seguía insistiendo en su negocio de la venta del espacio. Le dije que llevé las cenizas de mi madre al mar como ella deseaba, y que tampoco había pasado nada. Finalmente le dije: mire, en el patio de la casa tengo enterrados todos los perros que han vivido conmigo y me han cuidado. Por eso quiero que me entierren allí, con ellos, para que me sigan cuidando…Con este argumento me respondió: “qué lindo, nunca me habían dicho nada así”. Aseguré de nuevo mi entierro. Para mis nietos la discusión será, cómo me lo dijo hace ya algún tiempo, mi nieto Julián, “Llevame al patio para saber, ¿dónde te vamos sembrar?”

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