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¿Ambicionar? Sí, pero con medida

Andrei Cambronero acambronerot@gmail.com | Jueves 23 noviembre, 2017


¿Ambicionar? Sí, pero con medida

¿A quién no le gusta estar bien? Podríamos coincidir —casi unánimemente— en que la búsqueda de nuestro bienestar personal (y el de nuestros otros significativos) es una inclinación vital. No es casual la acogida que tienen, en no pocos círculos, ciertos motivadores y gurús de la felicidad; en esas “corrientes”, algunos se asemejan más a encantadores de serpientes y a vendedores de humo que a los augustos representantes de las escuelas helenísticas. Total, hoy parecen ser muy atractivas las metáforas caseosas para hacer menos traumático el cambio o los caldos para mejorar esa parte que, a fuerza de un antiguo mito, Arriaga e Iñárritu nos recodaban su peso: 21 gramos (he de confesar que, con Mafalda, no sanaría mi espíritu si la panacea fuera una sopa…).

Sin embargo, no es el espacio propicio para plantear un diálogo crítico con las zonas comunes que pudieran representar el “no le dé tanta importancia” o el “no se ofusque por lo que no puede cambiar”; el punto por abordar es cómo, a lo largo de la vida, la sensación de ventura se acerca y se aleja incesantemente.

Por lo común y contrario al momento racionalizado del discurso, cuando se consulta a alguien por cómo podría estar mejor, la respuesta contiene —innegablemente— una alusión (casi siempre bien marcada) a acrecentar los ingresos económicos. Tal postura no es, para nada, descabellada: elevar la hacienda permite acceder a bienes materiales concretos, pero, además, favorece la inserción en espacios que a la postre traerán consigo capitales simbólicos y sociales necesarios para la movilidad.

Así, por ejemplo, si una familia tiene el dinero suficiente para colocar a sus vástagos en un sistema educativo de mayor exigencia o con una oferta diferenciada (como podría serlo ya no el tradicional colegio bilingüe sino multilingüe), entonces, por regla de principio, esos futuros ciudadanos tendrán un abanico más amplio de opciones universitarias y laborales (fenómeno del acaparamiento de las oportunidades).

Ahora bien, pese a que el estar en paz con los escalones superiores de la tradicional pirámide de Maslow no vaya solo de ser rico, en Tiquicia nos volvemos locos por “pegar el gordo” o por salir victorioso en los sorteos de consolación (este nombre de seguro no es inocente); también, buscamos aumentar el sueldo.

Si pensamos en un sujeto de padres asalariados que logró vadear los obstáculos de la formación diversificada para, luego, ingresar a la universidad y obtener un grado académico (lo cual alcanza un segmento realmente modesto de la población), es probable que se satisfaga con un trabajo estable, en el que reciba el monto mínimo legal y esté asegurado. Con sus primeros pagos, si no lo ha hecho ya, adquirirá un vehículo y empezará a reflexionar sobre cómo ganar más.

Pensemos en que nuestro personaje es realmente afortunado y, de verdad, sus plegarias son escuchadas: es ascendido. La dotación de metálico mensual crece pero, paradójicamente, al tiempo de estar recibiendo una cantidad X se torna transcendental (como decir respirar) el tener X+100. Cómo hacía yo cuando solo me venía Y en la quincena, se cuestiona quien ahora disfruta de 2Y; el propio sujeto que antes hacía circo, maroma y teatro con una suma específica, unos meses después siente mareos con solo imaginarse cobrando la remuneración del pasado.

Hasta acá he dibujado una estampa clásica de la adaptación hedónica: una vez que el sujeto se “acomoda” a lo que ansiaba, deja de percibir su valor (atención que conscientemente no uso la palabra “precio”) y se vuelve a sentir insatisfecho. Es casi automático: el escalar en los quintiles de ingreso supone un refinamiento del paladar, una sofisticación de los pasatiempos y, en casos extremos, el esnobismo.

Debo aclarar que esto no se trata de un vilipendio encarnizado contra la ambición; bien llevados, los deseos de mejora son un acicate para crecer. Como visión extrema e inexacta de lo que se expone, podría entenderse una apología del conformismo, mas eso está totalmente alejado del sentido de estas líneas.

El darse por satisfecho con cualquier cosa condena al estatismo, a la pasividad, desconoce la potencia creadora de cada quien según sus capacidades; no obstante, como se ha visto, el extremo opuesto es igualmente peligroso. El llamado de atención es a estar vigilantes, a cruzar la acerca del epicureísmo (afín a lo hedónico) y asentarse en el espacio estoico, en el que la cabeza fría y unas prácticas frugales podrían prepararnos por si los avatares del destino nos deparan un futuro menos prometedor que el presente.

En suma, como reconoce el polémico Murakami: Una ambición comedida hace crecer a las personas.

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