2018: Balance planetario
Arnoldo Mora mora_arnoldo@hotmail.com | Viernes 14 diciembre, 2018
Los aires fríos de diciembre nos sumergen, no sólo en la Costa Rica tradicional que evoca esa Navidad impregnada de un ambiente de familia y de connotaciones religiosas entre regalos y tamales; traen igualmente aparejados sentimientos encontrados de expectativas impregnadas de ansiedad que, al mismo tiempo, traen a la memoria acontecimientos, personales o políticos, que acabamos de vivir y que todavía no hemos terminado de asimilar; por lo que se impone un ejercicio de análisis crítico de la realidad en la que estamos inmersos, so pena de que la historia nos sobrepase y se convierta en un destino ciego y no en un abanico de posibilidades. El pasado debe servirnos para diseñar el futuro y dar motivos racionales a los compromisos del presente que den un fundamento racional a la acción. El pasado es punto de partida y no punto final; el presente es opción libre y no lanzamiento ciego; el futuro es esperanza y no loca utopía. De la ética de inspiración ecológica hemos aprendido que no todo lo que hoy hagamos, por más buenas intenciones que nos animen, produce efectos o consecuencias positivas; toda acción humana causa también consecuencias negativas no previstas, algunas veces ni siquiera previsibles. Nuestros conocimientos se fundan en la información disponible a nuestro alcance y en los instrumentos, tanto teórico - metodológicos de que disponemos, como de nuestra mayor o menor buena voluntad, para asimilar aquellos acontecimientos de los que, con nuestro consentimiento o sin él, somos protagonistas. Animado por estas consideraciones he creído oportuno hacer un muy somero recuento de los principales hechos que, en el trascurso del año que agoniza, han marcado nuestra época en el campo político, dándole un sesgo que se me antoja único en la historia reciente de la humanidad.
Si debido a la incontenible y profunda revolución científico-técnica que vivimos en nuestra época y que por momentos da la impresión de haber desbordado a sus propios forjadores, al menos en sus implicaciones en el ámbito de lo humano, el mundo actual se caracteriza por lo que se ha llamado la “globalización”, lo que en el campo de lo político, no me cabe la menor duda, está llevando al surgimiento de un nuevo sujeto histórico, que no son los pueblos particulares, ni las nacionalidades, ni siquiera los bloques de naciones aglutinados en razón de su cercanía geográfica o sus tradiciones históricas y culturales. Este nuevo sujeto histórico es la humanidad como un todo; dicho más dramáticamente, estamos navegando a través del agitado mar de la historia en una sola y única nave; por lo que si nos hundimos nos ahogamos todos, por lo que no nos depara una suerte diferente el hecho de ser tripulantes de primera, de segunda o de tercera clase. La muerte es el hecho originario que nos hace a todos iguales, lo cual la convierte en el acto fundante de la democracia. Por eso, dado que la humanidad ha podido ir superando los flagelos del hambre y de multitud de enfermedades en los últimos doscientos años, las distancias abismales entre los pueblos y los sectores sociales al interior de las naciones son cada vez más inaceptables debido a que ya no se pueden camuflar gracias a la información que proveen las redes sociales; por lo que se han vuelto políticamente insostenibles, como lo estamos viendo en una Francia sacudida por una insurrección que se nutre de la indignación largamente contenida de los sectores medios, que se han visto marginados debido las políticas neoliberales impuestas desde Fráncfort, capital financiera de Europa y ejecutadas por una implacable Merkel actualmente en el otoño de su reino. De ahí que la democracia representativa, fruto de dos siglos de revoluciones liberales que culminaron en la Revolución Francesa, sea hoy insuficiente; debemos escuchar el clamor de los pueblos que reclaman el derecho de ir hacia una democracia directa y participativa, que haga realidad los derechos consagrados en las constituciones y se inspiren en los derechos humanos. Esa es la revolución que hoy se impone como tarea impostergable a todos los hombres y mujeres de “buena voluntad”.
Animado no por un estado de ánimo pesimista —que no es mi caso— sino basado en un análisis de la realidad que arroja la panorámica mundial actual, he lanzado una mirada escrutadora a la realidad imperante fuera de nuestras fronteras. Este año ha sido testigo de acontecimientos altamente contradictorios que hacen que la política internacional se polarice cada vez más, lo cual es hondamente preocupante ya que esa polarización se produce dentro de una crisis económica surgida en 2008 y que podría agravarse aún más en un futuro muy cercano. La respuesta por parte de los grandes centros de poder de las naciones capitalistas, a esa crisis financiera originada en las potencias imperiales pero que tiene repercusiones planetarias, es atizar conflictos bélicos en todos los rincones del planeta con el fin, no tanto de mantener una presencia hegemónica que están inexorablemente perdiendo, sino para obtener grandes ganancias gracias a la venta de un sofisticado armamentismo. Nunca ha estado la humanidad más saturada de armas que hoy, nunca ha tenido menos paz que ahora, no sólo por las guerras entre naciones diferentes, sino porque la sociedad civil vive en medio de un estado virtual de guerra civil que, para no ir muy lejos en el espacio y el tiempo, en México ha causado más de 200 mil muertos en los últimos 12 años y ha hecho del Triángulo del Norte (Guatemala, Honduras y El Salvador) la región más violenta del planeta. Pero esta violencia cotidiana se da igualmente en otros países del mundo. En Estados Unidos son ya cerca de 40 mil los muertos provocados por armas de fuego en los últimos años, a pesar de tener dos millones de presos en las cárceles y ser el país que más penas de muerte ejecuta en razón del número de habitantes. En Europa el auge del fascismo ha hecho que los grupos neonazis formen parte del gobierno en Austria e Italia y controlen países como Hungría, la antigua Checoslovaquia y algunas regiones de España como ahora en Andalucía donde tradicionalmente han gobernado los socialistas; el estado-nación se desintegra en el Reino Unido que de “unido” ya no tiene más que el nombre, lo mismo que en Estados Unidos, donde los estados están cada vez más desunidos, como lo demostraron las últimas elecciones en que el Norte y el Sur vuelven a tener posiciones antagónicas que recuerdan los tiempos de Abraham Lincoln. Otro tanto sucede en Brasil donde el mulato Noreste es lulista y el Sur de raíz europea apoya al filofascista Bolsonaro. El mayor contraste se da en Nuestra América, la región más desigual del mundo, donde las dos grandes potencias de la región y miembros del G-20, como son Brasil en el Sur y México en el Norte, han tenido elecciones con resultados diametralmente contrapuestos, por lo que los gobiernos que de ahí han surgido lo serán igualmente; la derecha extrema ha ganado en el gigante del Sur, pero en la patria de Juárez y Zapata la izquierda ha arrasado por primera vez desde los días ya lejanos del General Cárdenas. Demás está decir que para los costarricenses reviste especial importancia el triunfo de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) por la cercanía geográfica que tenemos con México, los vínculos históricos y culturales que nos unen y por la influencia que ha tenido la Revolución de 1910 en toda la región.
Dentro de este contexto, un país tan pequeño pero situado en una región geopolíticamente de primera magnitud como es Costa Rica, debe cuestionarse en torno a qué repercusión tiene ese panorama mundial en la política interna, a la luz de los eventos domésticos recién pasados y cuyos efectos apenas comienzan a aflorar. Me refiero en concreto a la mayor protesta cívica de nuestra historia de las últimas décadas, como es la llamada “huelga” del sector público que acaba de terminar. Estos son interrogantes que a todos nos conciernen y que no podemos dejar sin una respuesta digna de nuestros próceres… pero esté será tema para una próxima reflexión.
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