Tolerancia
| Jueves 12 julio, 2012
Tolerancia
Hay palabras gastadas por el uso, por el absurdo con el que las envolvemos. Como aquella utilizada para enmascarar nuestro rechazo por los otros. Te tolero –decimos–, como lo hago con la leche; lo que quiere decir que me la trago aunque no me guste. Soporto tu existencia como un mal inevitable, pero mantengamos la distancia. Te quiero fuera de mi casa, de mi círculo de amigos, lejos de mi vista.
Esa es la tolerancia: un paso intermedio entre el rechazo absoluto y la aceptación conciente. Nada malo hay en ella, salvo que es una verdad a medias.
Tolero la basura en las aceras, los huecos de la calle, las filas interminables, las presas a hora pico y el calor en una oficina cerrada. Pero cuando se tolera, con una tensión creciente, también se pone un límite.
La aceptación, en cambio, es otra cosa. Acepto y respeto que seas diferente, tu color, tu acento, la forma en que vistes, tu identidad o preferencias. Aceptar no me genera una resistencia interna, más bien es paz conmigo y con los otros.
Hay algo peor que la tolerancia: el desprecio, el rechazo hacia aquellas personas con las que abierta o solapadamente no queremos compartir el mundo. Así que tolerar ya es un logro, un mínimo necesario que da muestras de un avance en la condición humana.
Pero queda pendiente un escaño, cuando me dé cuenta que tu presencia no me daña, más bien nos enriquece a todos. Cuando entienda que pensar o ser distinto no es motivo para estar en eterno pie de guerra.
Ya escucho alguna voz de protesta en contra de estas palabras. Es cierto, nadie está obligado a pensar de la forma en que yo lo hago, afortunadamente esos días quedaron ya en el pasado (se supone). Al menos pido algo de paciencia, un poco de tolerancia para conmigo y mi forma de expresarme.
En algunas calles se respira algo de tolerancia, es decir, una tensión constante como de fieras voluntariamente encadenadas. Pero poco a poco aprendemos a aceptar, solo entonces caerán las cadenas que nos atan y podremos ser nosotros mismos sin aversión o temor al otro.
Rafael León Hernández
Psicólogo
Hay palabras gastadas por el uso, por el absurdo con el que las envolvemos. Como aquella utilizada para enmascarar nuestro rechazo por los otros. Te tolero –decimos–, como lo hago con la leche; lo que quiere decir que me la trago aunque no me guste. Soporto tu existencia como un mal inevitable, pero mantengamos la distancia. Te quiero fuera de mi casa, de mi círculo de amigos, lejos de mi vista.
Esa es la tolerancia: un paso intermedio entre el rechazo absoluto y la aceptación conciente. Nada malo hay en ella, salvo que es una verdad a medias.
Tolero la basura en las aceras, los huecos de la calle, las filas interminables, las presas a hora pico y el calor en una oficina cerrada. Pero cuando se tolera, con una tensión creciente, también se pone un límite.
La aceptación, en cambio, es otra cosa. Acepto y respeto que seas diferente, tu color, tu acento, la forma en que vistes, tu identidad o preferencias. Aceptar no me genera una resistencia interna, más bien es paz conmigo y con los otros.
Hay algo peor que la tolerancia: el desprecio, el rechazo hacia aquellas personas con las que abierta o solapadamente no queremos compartir el mundo. Así que tolerar ya es un logro, un mínimo necesario que da muestras de un avance en la condición humana.
Pero queda pendiente un escaño, cuando me dé cuenta que tu presencia no me daña, más bien nos enriquece a todos. Cuando entienda que pensar o ser distinto no es motivo para estar en eterno pie de guerra.
Ya escucho alguna voz de protesta en contra de estas palabras. Es cierto, nadie está obligado a pensar de la forma en que yo lo hago, afortunadamente esos días quedaron ya en el pasado (se supone). Al menos pido algo de paciencia, un poco de tolerancia para conmigo y mi forma de expresarme.
En algunas calles se respira algo de tolerancia, es decir, una tensión constante como de fieras voluntariamente encadenadas. Pero poco a poco aprendemos a aceptar, solo entonces caerán las cadenas que nos atan y podremos ser nosotros mismos sin aversión o temor al otro.
Rafael León Hernández
Psicólogo