Tertulia en el cielo
Gaetano Pandolfo gpandolfo@larepublica.net | Viernes 25 junio, 2010
Opinión del redactor
Tertulia en el cielo
El lunes 22 de julio de 1985 abrí los ojos y estaba ahí.
Fue lo primero que vi; no vi a mamá, ni a mis hermanas, ni a Osvaldo; a ninguno de los seres queridos que habían inundado mi habitación la noche anterior, la de la agonía y la muerte.
Miré sus ojos, miró mis ojos, me agarró del brazo; me metió en su auto y a partir de ahí, me enseñó a vivir. En ruta al Hogar Salvando al Alcohólico en Zapote y temeroso de que el esqueleto humano que transportaba se derrumbara y falleciera en el asiento de su vehículo, se detuvo en la cantina La Martinica y me ofreció un trago para sobrevivir.
Dios le dijo que no.
Y nunca más volví a beber, no en parte, sino en mucho, en casi todo, por tener a Fernando Sáenz Abarca siempre conmigo. No me soltó; me apadrinó, orientó, aconsejó y me entregó las herramientas para ser un hombre sobrio: un hombre feliz sin beber; eso sí, sin poder llegar nunca al cielo que él habitaba.
“El Zorro” murió la semana pasada.
Y dejó una herencia millonaria; la que vale oro; la que no tiene precio; la del amor, la solidaridad, la amistad de tantos y tantos hombres y mujeres que lo despidieron con sumo dolor la noche de la vela y la mañana de sus honras fúnebres, muy tristes de que partiera el “Zorrito”, ese hombre ameno, simpático, de sonrisa y tertulia; ingenioso, chistoso, amado y querido no importa el sitio al que asistiera; desde el Club Unión donde compartió con presidentes de la República, empresarios y ministros de Estado, o la cafetería de barrio más modesta en la que, alrededor de una taza de café, se podía escucharlo (porque no soltaba el churuco), desde la noche hasta la madrugada.
“El Zorrito” fue un ser privilegiado, porque Dios lo usó como instrumento para salvar vidas humanas, como la mía y la de decenas de mujeres y hombres testigos de su apostolado, que acudieron a él a través de personas cercanas, impotentes estas para resolver ese infierno que lleva el alcoholismo a los seres humanos.
Infinidad de ocasiones, una palabra, un consejo, una vivencia de Fernando, fue suficiente para que se diera el milagro y ese hombre atrapado en la enfermedad, dejara de beber. Fue mi caso; fue el caso de muchas y muchos, esos que solidariamente se hicieron presentes a la hora de la muerte de este ser excepcional, para acompañar en su dolor a Anita, José Fernando, Diego, Juan Carlos y María.
¡Hay tertulia en el cielo!
¡Llegó el Zorrito!
Gaetano Pandolfo
gpandolfo@larepublica.net
Tertulia en el cielo
El lunes 22 de julio de 1985 abrí los ojos y estaba ahí.
Fue lo primero que vi; no vi a mamá, ni a mis hermanas, ni a Osvaldo; a ninguno de los seres queridos que habían inundado mi habitación la noche anterior, la de la agonía y la muerte.
Miré sus ojos, miró mis ojos, me agarró del brazo; me metió en su auto y a partir de ahí, me enseñó a vivir. En ruta al Hogar Salvando al Alcohólico en Zapote y temeroso de que el esqueleto humano que transportaba se derrumbara y falleciera en el asiento de su vehículo, se detuvo en la cantina La Martinica y me ofreció un trago para sobrevivir.
Dios le dijo que no.
Y nunca más volví a beber, no en parte, sino en mucho, en casi todo, por tener a Fernando Sáenz Abarca siempre conmigo. No me soltó; me apadrinó, orientó, aconsejó y me entregó las herramientas para ser un hombre sobrio: un hombre feliz sin beber; eso sí, sin poder llegar nunca al cielo que él habitaba.
“El Zorro” murió la semana pasada.
Y dejó una herencia millonaria; la que vale oro; la que no tiene precio; la del amor, la solidaridad, la amistad de tantos y tantos hombres y mujeres que lo despidieron con sumo dolor la noche de la vela y la mañana de sus honras fúnebres, muy tristes de que partiera el “Zorrito”, ese hombre ameno, simpático, de sonrisa y tertulia; ingenioso, chistoso, amado y querido no importa el sitio al que asistiera; desde el Club Unión donde compartió con presidentes de la República, empresarios y ministros de Estado, o la cafetería de barrio más modesta en la que, alrededor de una taza de café, se podía escucharlo (porque no soltaba el churuco), desde la noche hasta la madrugada.
“El Zorrito” fue un ser privilegiado, porque Dios lo usó como instrumento para salvar vidas humanas, como la mía y la de decenas de mujeres y hombres testigos de su apostolado, que acudieron a él a través de personas cercanas, impotentes estas para resolver ese infierno que lleva el alcoholismo a los seres humanos.
Infinidad de ocasiones, una palabra, un consejo, una vivencia de Fernando, fue suficiente para que se diera el milagro y ese hombre atrapado en la enfermedad, dejara de beber. Fue mi caso; fue el caso de muchas y muchos, esos que solidariamente se hicieron presentes a la hora de la muerte de este ser excepcional, para acompañar en su dolor a Anita, José Fernando, Diego, Juan Carlos y María.
¡Hay tertulia en el cielo!
¡Llegó el Zorrito!
Gaetano Pandolfo
gpandolfo@larepublica.net