Sexo, moral y ley
| Jueves 15 abril, 2010

Sexo, moral y ley

Es mera aspiración aquello de que el matrimonio es base de la familia y esta lo es de la sociedad. La ley intenta fomentar la familia (a veces con resultados desastrosos) pero no lo garantiza. La familia matrimonial está en crisis. Y los valores sociales pueden darse sin matrimonio, como lo prueba la creciente tendencia a las uniones de hecho, hoy incluso consagradas legalmente. No comulguemos, entonces, con ruedas de carreta.
La moral, como cuerpo jurídico informal con pretensiones vinculantes, puede intentar imponer el bien sobre el mal; siempre de acuerdo con lo que en cada tiempo y lugar se tiene como bueno o malo. Pero la ley, incluso dentro de un Estado absurdamente confesional, debe limitar sus prohibiciones a las acciones que probadamente dañen a terceros o —en comprensible afán tutelar— a su propio actor.
Por esa vía, podría decidirse que la homosexualidad es mala (para la salud o para el orden social, no para la moral) y, por ello, prohibirse. Incluso reviviendo las simpáticas hogueras con que la Santa Inquisición supo limpiar el pecado nefando, incluso de los círculos eclesiásticos, según lo prueban recientes y copiosas denuncias.
Pero si homosexualidad y convivencia homosexual son permitidas, la trascendencia de aprobar el matrimonio homosexual se limita a conceder a sus titulares los mismos derechos de los presuntos heterosexuales en cuanto a las consecuencias civiles de la convivencia. Recalco: civiles, no morales.
Desde que la procreación dejó de ser propósito del matrimonio, la unión entre homosexuales puede cumplir los fines de ese instituto, con igual eficiencia que los matrimonios heterosexuales que no puedan o no quieran tener hijos. Si nos disgusta o da asco que dos personas del mismo sexo tengan relaciones carnales, ello es un criterio muy respetable, y probablemente mayoritario. Pero no puede imponerse coercitivamente, como tampoco puede imponerse la fidelidad (cuya violación fue otrora delito), ni la abstinencia, ni tantas otras cosas que, con razón o sin ella, gustan o disgustan a uno u otro sector.
Algunos se angustian de que los homosexuales adopten niños y, dada la patología que les suponen, puedan abusar de ellos. Pero para adoptarlos no requieren casarse y hasta pueden hacerlo escondiendo su inclinación. Y el abuso de niños, incluso hijos sanguíneos del mismo o de otro sexo, es cosa vieja y frecuente en esta mojigata sociedad, sin que ello aconseje abolir el matrimonio heterosexual.
¿Que los homosexuales no darán buen ejemplo a sus hijos adoptivos? Podría ser. Pero peores ejemplos reciben los hijos de padres heterosexuales, diarios testigos de violencia, vicios, infidelidades, criminalidad… Lo que, de nuevo, no se arreglará aboliendo el matrimonio heterosexual.
Por demás, si se trata de igualdad, es discriminatorio que solo los heterosexuales puedan disfrutar de las delicias del matrimonio, incluido el adulterio, la pensión alimentaria, los bienes gananciales, las medidas de “protección”, la violencia doméstica, el femicidio, el suicidio del femicida… Para no hablar de los gastos que, comprometidos con la competitiva ostentación, deben realizar los padres de los contrayentes.
Si los homosexuales también quieren llevar palo, ¡bienvenidos! También ellos tienen derecho a comprobar que el amor eterno no suele durar más de tres años.
Ricardo D. González Vargas
Abogado
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