Recordando a Rodolfo Piza
| Martes 17 noviembre, 2009
Recordando a Rodolfo Piza
Recorriendo mis primeros pasos como abogado —allá por el año 92—, requería consejo para superar cierto acertijo profesional. Algún buen samaritano me recomendó que preguntara por un tal Fernando Castillo Víquez y que lo buscara en los alrededores del jardín moro del Congreso, donde él tenía una pequeña oficina de asesor parlamentario. Desde entonces lo conocí y comprobé —por experiencia propia—, que era un jurista sabio e intelectualmente sólido. Con el tiempo además, que tenía una integridad reconocida por tirios y troyanos —y sobre todo— una humildad y sencillez personal poco común, combinada con una disciplina de vida espartana y frugal. Con los años le descubrí una virtud adicional. Por sus sólidas convicciones cristianas, es de una fe blindada. Hombres como él no transitan los corrillos rogando por las gracias y favores del poder de turno. Son de aquellos a quienes se debe buscar en sus despachos para solicitarles que acepten las posiciones vacantes de la función pública. Aunque rondo los 40 años, jovencillo sí atestigüé épocas —no muy lejanas—, en las que era usual en la política reconocer la dignidad de los hombres de valía. A ellos se les buscaba para ofrecerles las posiciones —y antes de aceptarlas—, meditaban. Asumían con dignidad los cargos. Eran épocas en las que no existían comisiones de nombramientos, ni los aspirantes debían someterse a procedimientos antojadizos. Tampoco las designaciones eran resultado de los grados de sumisión al poder que tuviesen. Aunque aclaro, no es que sea pecado haber participado del poder, como algunos creen con mojigato fanatismo. El problema es cuando subsumimos nuestras propias convicciones en función de ser complacientes con aquel. Y creo que, de aquel tipo de gente, hoy está ayuna la función pública. ¡Qué escasos hoy los hombres de carácter en ella! ¿Será que la cultura light ya nos conquistó? Cuando hacía estas reflexiones fue que vino a la memoria mi querido maestro Rodolfo Piza Escalante. Si había algo que jamás pudieron reprocharle a don Rodolfo, era que fuese un hombre ingrávido. Por ello, mientras estuvo en la función pública, su carácter, su ardor, su independencia de criterio y su firmeza de espíritu para defender la justicia —aun frente al legalismo obtuso— le dieron brillo a nuestro Tribunal Constitucional. Sé —porque lo sé— que hoy vuelve a la Sala un hombre de convicciones. E igualmente humilde. De independencia de criterio, y de fe. Su responsabilidad tiene el tamaño que implica sentarse en el mismo salón en el que otrora, celosamente, blandía sus argumentos aquel gigante ya ido de nuestro derecho constitucional. Tengo la confianza de que también el Dr. Castillo será digno portaestandarte de esas banderas. Conociendo sus convicciones y su integridad de carácter, siento una suerte de alivio al saberlo allí sentado. El sinsabor que me queda se resume en una pregunta: ¿Cómo es posible que un reconocido profesional de ese valor, fuese electo —por mezquindad— con tanta tardanza desde el momento procesal en que debió ser nombrado? La respuesta a esa pregunta se devuelve como una sentencia contra la decadencia de nuestra clase política. Es que Dios escribe recto en nuestras torcidas líneas de hombres.
Fernando Zamora Castellanos
Abogado constitucionalista
fzamora@abogados.or.cr
Recorriendo mis primeros pasos como abogado —allá por el año 92—, requería consejo para superar cierto acertijo profesional. Algún buen samaritano me recomendó que preguntara por un tal Fernando Castillo Víquez y que lo buscara en los alrededores del jardín moro del Congreso, donde él tenía una pequeña oficina de asesor parlamentario. Desde entonces lo conocí y comprobé —por experiencia propia—, que era un jurista sabio e intelectualmente sólido. Con el tiempo además, que tenía una integridad reconocida por tirios y troyanos —y sobre todo— una humildad y sencillez personal poco común, combinada con una disciplina de vida espartana y frugal. Con los años le descubrí una virtud adicional. Por sus sólidas convicciones cristianas, es de una fe blindada. Hombres como él no transitan los corrillos rogando por las gracias y favores del poder de turno. Son de aquellos a quienes se debe buscar en sus despachos para solicitarles que acepten las posiciones vacantes de la función pública. Aunque rondo los 40 años, jovencillo sí atestigüé épocas —no muy lejanas—, en las que era usual en la política reconocer la dignidad de los hombres de valía. A ellos se les buscaba para ofrecerles las posiciones —y antes de aceptarlas—, meditaban. Asumían con dignidad los cargos. Eran épocas en las que no existían comisiones de nombramientos, ni los aspirantes debían someterse a procedimientos antojadizos. Tampoco las designaciones eran resultado de los grados de sumisión al poder que tuviesen. Aunque aclaro, no es que sea pecado haber participado del poder, como algunos creen con mojigato fanatismo. El problema es cuando subsumimos nuestras propias convicciones en función de ser complacientes con aquel. Y creo que, de aquel tipo de gente, hoy está ayuna la función pública. ¡Qué escasos hoy los hombres de carácter en ella! ¿Será que la cultura light ya nos conquistó? Cuando hacía estas reflexiones fue que vino a la memoria mi querido maestro Rodolfo Piza Escalante. Si había algo que jamás pudieron reprocharle a don Rodolfo, era que fuese un hombre ingrávido. Por ello, mientras estuvo en la función pública, su carácter, su ardor, su independencia de criterio y su firmeza de espíritu para defender la justicia —aun frente al legalismo obtuso— le dieron brillo a nuestro Tribunal Constitucional. Sé —porque lo sé— que hoy vuelve a la Sala un hombre de convicciones. E igualmente humilde. De independencia de criterio, y de fe. Su responsabilidad tiene el tamaño que implica sentarse en el mismo salón en el que otrora, celosamente, blandía sus argumentos aquel gigante ya ido de nuestro derecho constitucional. Tengo la confianza de que también el Dr. Castillo será digno portaestandarte de esas banderas. Conociendo sus convicciones y su integridad de carácter, siento una suerte de alivio al saberlo allí sentado. El sinsabor que me queda se resume en una pregunta: ¿Cómo es posible que un reconocido profesional de ese valor, fuese electo —por mezquindad— con tanta tardanza desde el momento procesal en que debió ser nombrado? La respuesta a esa pregunta se devuelve como una sentencia contra la decadencia de nuestra clase política. Es que Dios escribe recto en nuestras torcidas líneas de hombres.
Fernando Zamora Castellanos
Abogado constitucionalista
fzamora@abogados.or.cr