Quisiera creer
| Sábado 03 octubre, 2009
Quisiera creer
Al caminar por las calles y encontrar ancianas solas, cargadas con bolsas que a duras penas pueden portar, con paquetes que a todas luces superan sus fuerzas, con vestiduras que distan mucho de lo que deben llevar y zapatos incómodos o hasta rotos, o pidiendo limosna a la orilla de una calle, quisiera pensar que son los casos antinatura, que han sobrevivido a sus hijos e hijas, quienes a su vez no pudieron engendrar hijos y por tanto estas bien llamadas “ciudadanas de oro” están solas en el mundo.
Al visitar restaurantes y lugares recreativos, llenos hasta su máximo, con alegría desbordante y ver tan pocas ancianas y en ocasiones ninguna, quisiera creer que están en lugares mejores y gozando a mil. Y así, en cada lugar en que las extraño, quisiera creer que están todas felices, rodeadas de amor, protegidas y veneradas como merecen.
Pero la realidad me da un duro golpe al alma, me aprieta la garganta hasta obligarme a llorar. La verdad es que tenemos un porcentaje alto de abandono y maltrato a nuestros ancianos y ancianas, más acentuado hacia las mujeres. Estadísticas recientes arrojan que tres de cada diez ancianos están en riesgo de abuso, abandono, maltrato físico y emocional, negligencia, abuso patrimonial y hasta sexual.
Se estrecha el corazón al conocer cifras tan alarmantes de un país como el nuestro, en el cual la gente mayor alcanza el 5,6% de la población total. Se puede perder toda esperanza en el futuro, cuando no sabemos valorar a nuestros progenitores; más aún a una madre, por eso, quisiera creer que en sus intentos por crearnos una burbuja de protección, cada madre confeccionó al mismo tiempo su “coraza”, que le protegería el corazón, el cuerpo y el alma de todo frío, dolor y desespero por nuestro abandono y que Dios en su infinita misericordia, la proveyó con dones que no conocemos los que a la vejez no hemos llegado. Y que por tales dones, al iniciar los achaques propios de la edad, al atacarles el demonio de la demencia senil o el peor de todos, el Alzheimer, gozan en su interior de paz absoluta, que son estos males solo una forma de volver a la felicidad de la niñez, a la plenitud del no saber, no entender y hasta no sentir.
Quisiera creer que son felices, que sus corazones y sus almas han trascendido a otro nivel, que han superado ya todo mal, inherente a la existencia humana. Que nos ven aún como sus niños y niñas y que por tanto no resienten, no notan siquiera que las echamos al cajón del olvido, que las tratamos como objetos viejos, sin posibilidad de reciclaje.
Quisiera creer que la raza humana aún tiene esperanza, que pronto seremos conscientes que la obligación de cuidar a la madre tierra, madre naturaleza que nos otorga cuanto requerimos, y la protección del planeta en términos generales, pasan a segundo plano mientras no aprendamos que la sabiduría, experiencia y valor de nuestros ancianos no tienen precio, que esos huesitos viejos, comparados al oro puro, lo superan en demasía. Que en ellos está el conocimiento, el cimiento de nuestras raíces, que si no los cuidamos y protegemos, seremos hojas secas al viento, sin más destino que la decadencia.
María Gamboa Aguilar
Especialista en Recursos Humanos
Al caminar por las calles y encontrar ancianas solas, cargadas con bolsas que a duras penas pueden portar, con paquetes que a todas luces superan sus fuerzas, con vestiduras que distan mucho de lo que deben llevar y zapatos incómodos o hasta rotos, o pidiendo limosna a la orilla de una calle, quisiera pensar que son los casos antinatura, que han sobrevivido a sus hijos e hijas, quienes a su vez no pudieron engendrar hijos y por tanto estas bien llamadas “ciudadanas de oro” están solas en el mundo.
Al visitar restaurantes y lugares recreativos, llenos hasta su máximo, con alegría desbordante y ver tan pocas ancianas y en ocasiones ninguna, quisiera creer que están en lugares mejores y gozando a mil. Y así, en cada lugar en que las extraño, quisiera creer que están todas felices, rodeadas de amor, protegidas y veneradas como merecen.
Pero la realidad me da un duro golpe al alma, me aprieta la garganta hasta obligarme a llorar. La verdad es que tenemos un porcentaje alto de abandono y maltrato a nuestros ancianos y ancianas, más acentuado hacia las mujeres. Estadísticas recientes arrojan que tres de cada diez ancianos están en riesgo de abuso, abandono, maltrato físico y emocional, negligencia, abuso patrimonial y hasta sexual.
Se estrecha el corazón al conocer cifras tan alarmantes de un país como el nuestro, en el cual la gente mayor alcanza el 5,6% de la población total. Se puede perder toda esperanza en el futuro, cuando no sabemos valorar a nuestros progenitores; más aún a una madre, por eso, quisiera creer que en sus intentos por crearnos una burbuja de protección, cada madre confeccionó al mismo tiempo su “coraza”, que le protegería el corazón, el cuerpo y el alma de todo frío, dolor y desespero por nuestro abandono y que Dios en su infinita misericordia, la proveyó con dones que no conocemos los que a la vejez no hemos llegado. Y que por tales dones, al iniciar los achaques propios de la edad, al atacarles el demonio de la demencia senil o el peor de todos, el Alzheimer, gozan en su interior de paz absoluta, que son estos males solo una forma de volver a la felicidad de la niñez, a la plenitud del no saber, no entender y hasta no sentir.
Quisiera creer que son felices, que sus corazones y sus almas han trascendido a otro nivel, que han superado ya todo mal, inherente a la existencia humana. Que nos ven aún como sus niños y niñas y que por tanto no resienten, no notan siquiera que las echamos al cajón del olvido, que las tratamos como objetos viejos, sin posibilidad de reciclaje.
Quisiera creer que la raza humana aún tiene esperanza, que pronto seremos conscientes que la obligación de cuidar a la madre tierra, madre naturaleza que nos otorga cuanto requerimos, y la protección del planeta en términos generales, pasan a segundo plano mientras no aprendamos que la sabiduría, experiencia y valor de nuestros ancianos no tienen precio, que esos huesitos viejos, comparados al oro puro, lo superan en demasía. Que en ellos está el conocimiento, el cimiento de nuestras raíces, que si no los cuidamos y protegemos, seremos hojas secas al viento, sin más destino que la decadencia.
María Gamboa Aguilar
Especialista en Recursos Humanos