Porque tenemos promesas que cumplir
| Sábado 29 noviembre, 2008
Porque tenemos promesas que cumplir
Oscar Arias Sánchez
Presidente de la República
Cuando era un niño, dos promesas me fueron hechas en relación con la paz, la seguridad y el control de armas. Una promesa con el poder de cambiar a mi país, y la otra con el poder de cambiar el mundo. La promesa de cambiar el mundo fue estampada en el artículo 26 de la Carta de las Naciones Unidas. Sus palabras son muy claras: “A fin de promover el establecimiento y mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales con la menor desviación posible de los recursos humanos y económicos del mundo hacia los armamentos, el Consejo de Seguridad tendrá a su cargo… la elaboración de planes… para el establecimiento de un sistema de regulación de los armamentos”. En la Opera House de San Francisco, el 25 de junio de 1945, los delegados de 50 naciones se irguieron sobre sus pies para mostrar su apoyo a la Carta. En nombre de todos los niños del mundo, se pusieron de pie para demostrar su apoyo al control de armas; que a la vez implicaría un menor desperdicio de recursos y la oportunidad de construir un mundo más seguro y más lleno de paz.
La promesa de cambiar mi país no vino sino hasta 3 años después, en 1948, cuando Costa Rica abolió su ejército y me prometió a mí, y a todo los demás niños costarricenses, que invertiría sus recursos en las herramientas para el futuro, en lugar de las armas del pasado; en escuelas y hospitales, en lugar de barracas; en maestros y doctores, en lugar de soldados; en libros y medicinas, en lugar de armas. Prometió desmantelar las instituciones de violencia, e invertir en el progreso que hace a la violencia innecesaria.
60 años después, Costa Rica ha mantenido su promesa. Pero la otra promesa, la promesa del mundo, se quedó atrapada en el papel, confinada a las palabras del artículo 26. El Consejo de Seguridad no ha honrado su mandato. Hoy tiene a su alcance dos instrumentos que podrían ayudarle a enmendar su omisión: el Tratado sobre la Transferencia de Armas y el Consenso de Costa Rica.
El poder destructivo de las 640 millones de armas pequeñas y ligeras que existen en el mundo, de las cuales el 74% se encuentra en manos de civiles, ha probado ser más letal que las armas nucleares, y es una grave amenaza a la seguridad nacional e internacional. Es por eso que hemos propuesto el Tratado sobre la Transferencia de Armas (o ATT por sus siglas en inglés), para prohibir la transferencia de armas a Estados, grupos o individuos, cuando existan indicios suficientes que indiquen que esas armas serán utilizadas para violar los derechos humanos o el Derecho Internacional.
Ahora bien, es claro que la regulación de los armamentos es sólo una parte de la promesa del artículo 26. Su espíritu también nos llama a mantener la paz “con la menor desviación posible de los recursos humanos y económicos del mundo”. Si pretendemos cumplir con este deseo, debemos hallar la manera de animar a las naciones para que reduzcan su gasto militar, particularmente en aquellas regiones donde los recursos son más escasos. Para ese fin, este Gobierno ha presentado el Consenso de Costa Rica, una iniciativa para condonar deudas y otorgar préstamos a las naciones en vías de desarrollo, que inviertan cada vez más en educación, salud, vivienda y protección del medio ambiente, y cada vez menos en armas y soldados.
Si fracasamos en adoptar estas medidas, si el Consenso de Costa Rica no consigue el apoyo de las naciones desarrolladas, si el Tratado sobre la Transferencia de Armas naufraga en las aguas de las Naciones Unidas, los Objetivos de Desarrollo del Milenio no serán más que el sueño imposible de un mundo que, como Sísifo, se empeñó sin descanso en una tarea vana. Nos esforzamos por erradicar la pobreza extrema y el hambre, y sin embargo, los conflictos armados constituyen la principal causa del hambre en el mundo. Nos esforzamos por mejorar la atención en salud, particularmente la salud materna y la lucha contra el SIDA y la malaria, y sin embargo, el gasto militar y la violencia privan de millones de dólares al presupuesto sanitario de los países pobres. Los Objetivos de Desarrollo del Milenio fueron palabras valientes, pero nunca serán más que palabras si no regulamos los armamentos, ni ideamos incentivos para reducir el gasto militar.
Muchos adveran estas medidas y nos tachan de optimistas ilusos. Nos dicen que es poco realista hablar del control de armamentos o de la inversión social. Nos dicen que el mundo actual es demasiado peligroso para esos sueños. Pero la historia nos dice lo contrario. Siempre hemos rescatado la esperanza de las garras del desencanto. Los mejores momentos en la lucha por la paz siempre han nacido en épocas de incertidumbre y temor. Sucedió en Costa Rica, cuando abolimos el ejército con las heridas aún abiertas de una revolución. Sucedió en Pennsylvania, cuando Abraham Lincoln se dirigió a su pueblo en el campo de batalla de Gettysburg, y habló de esperanza en el futuro de los sobrevivientes, aún en medio de la Guerra Civil estadounidense. Sucedió en un Londres destrozado, en 1941, donde un grupo de espíritus valientes firmó una declaración de paz que sembró la semilla de las Naciones Unidas. Y sucedió en un sitio identificado sólo como “en algún lugar del mar”, cuando Churchill y Roosevelt se encontraron a bordo del U.S.S. Augusta, para firmar la Carta del Atlántico. En medio de la guerra, en medio del océano, prometieron “aligerar en los pueblos que aman la paz, el aplastante peso de los armamentos”.
Si no encaramos esta realidad con valor; si no escuchamos las palabras de quienes clamaron por la paz en medio de la guerra; si fracasamos en cumplir las promesas que nuestros países formularon a sus pueblos, defraudamos no sólo a nuestros niños, sino también a nuestros padres y abuelos. Defraudamos a las personas cuyo sacrificio en el campo de batalla pretendía acelerar el fin de ese sacrificio. Defraudamos a las personas que, con cortinas negras en sus ventanas y el sonido de la guerra en sus oídos, pronunciaron palabras de paz, y esperaron que esas palabras se convirtieran en realidades.
En esta hora precisa, en este mundo necesitado, no tenemos más promesas que formular. Sólo tenemos promesas que cumplir. Y el poder para hacerlo está en nuestras manos.
Oscar Arias Sánchez
Presidente de la República
Cuando era un niño, dos promesas me fueron hechas en relación con la paz, la seguridad y el control de armas. Una promesa con el poder de cambiar a mi país, y la otra con el poder de cambiar el mundo. La promesa de cambiar el mundo fue estampada en el artículo 26 de la Carta de las Naciones Unidas. Sus palabras son muy claras: “A fin de promover el establecimiento y mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales con la menor desviación posible de los recursos humanos y económicos del mundo hacia los armamentos, el Consejo de Seguridad tendrá a su cargo… la elaboración de planes… para el establecimiento de un sistema de regulación de los armamentos”. En la Opera House de San Francisco, el 25 de junio de 1945, los delegados de 50 naciones se irguieron sobre sus pies para mostrar su apoyo a la Carta. En nombre de todos los niños del mundo, se pusieron de pie para demostrar su apoyo al control de armas; que a la vez implicaría un menor desperdicio de recursos y la oportunidad de construir un mundo más seguro y más lleno de paz.
La promesa de cambiar mi país no vino sino hasta 3 años después, en 1948, cuando Costa Rica abolió su ejército y me prometió a mí, y a todo los demás niños costarricenses, que invertiría sus recursos en las herramientas para el futuro, en lugar de las armas del pasado; en escuelas y hospitales, en lugar de barracas; en maestros y doctores, en lugar de soldados; en libros y medicinas, en lugar de armas. Prometió desmantelar las instituciones de violencia, e invertir en el progreso que hace a la violencia innecesaria.
60 años después, Costa Rica ha mantenido su promesa. Pero la otra promesa, la promesa del mundo, se quedó atrapada en el papel, confinada a las palabras del artículo 26. El Consejo de Seguridad no ha honrado su mandato. Hoy tiene a su alcance dos instrumentos que podrían ayudarle a enmendar su omisión: el Tratado sobre la Transferencia de Armas y el Consenso de Costa Rica.
El poder destructivo de las 640 millones de armas pequeñas y ligeras que existen en el mundo, de las cuales el 74% se encuentra en manos de civiles, ha probado ser más letal que las armas nucleares, y es una grave amenaza a la seguridad nacional e internacional. Es por eso que hemos propuesto el Tratado sobre la Transferencia de Armas (o ATT por sus siglas en inglés), para prohibir la transferencia de armas a Estados, grupos o individuos, cuando existan indicios suficientes que indiquen que esas armas serán utilizadas para violar los derechos humanos o el Derecho Internacional.
Ahora bien, es claro que la regulación de los armamentos es sólo una parte de la promesa del artículo 26. Su espíritu también nos llama a mantener la paz “con la menor desviación posible de los recursos humanos y económicos del mundo”. Si pretendemos cumplir con este deseo, debemos hallar la manera de animar a las naciones para que reduzcan su gasto militar, particularmente en aquellas regiones donde los recursos son más escasos. Para ese fin, este Gobierno ha presentado el Consenso de Costa Rica, una iniciativa para condonar deudas y otorgar préstamos a las naciones en vías de desarrollo, que inviertan cada vez más en educación, salud, vivienda y protección del medio ambiente, y cada vez menos en armas y soldados.
Si fracasamos en adoptar estas medidas, si el Consenso de Costa Rica no consigue el apoyo de las naciones desarrolladas, si el Tratado sobre la Transferencia de Armas naufraga en las aguas de las Naciones Unidas, los Objetivos de Desarrollo del Milenio no serán más que el sueño imposible de un mundo que, como Sísifo, se empeñó sin descanso en una tarea vana. Nos esforzamos por erradicar la pobreza extrema y el hambre, y sin embargo, los conflictos armados constituyen la principal causa del hambre en el mundo. Nos esforzamos por mejorar la atención en salud, particularmente la salud materna y la lucha contra el SIDA y la malaria, y sin embargo, el gasto militar y la violencia privan de millones de dólares al presupuesto sanitario de los países pobres. Los Objetivos de Desarrollo del Milenio fueron palabras valientes, pero nunca serán más que palabras si no regulamos los armamentos, ni ideamos incentivos para reducir el gasto militar.
Muchos adveran estas medidas y nos tachan de optimistas ilusos. Nos dicen que es poco realista hablar del control de armamentos o de la inversión social. Nos dicen que el mundo actual es demasiado peligroso para esos sueños. Pero la historia nos dice lo contrario. Siempre hemos rescatado la esperanza de las garras del desencanto. Los mejores momentos en la lucha por la paz siempre han nacido en épocas de incertidumbre y temor. Sucedió en Costa Rica, cuando abolimos el ejército con las heridas aún abiertas de una revolución. Sucedió en Pennsylvania, cuando Abraham Lincoln se dirigió a su pueblo en el campo de batalla de Gettysburg, y habló de esperanza en el futuro de los sobrevivientes, aún en medio de la Guerra Civil estadounidense. Sucedió en un Londres destrozado, en 1941, donde un grupo de espíritus valientes firmó una declaración de paz que sembró la semilla de las Naciones Unidas. Y sucedió en un sitio identificado sólo como “en algún lugar del mar”, cuando Churchill y Roosevelt se encontraron a bordo del U.S.S. Augusta, para firmar la Carta del Atlántico. En medio de la guerra, en medio del océano, prometieron “aligerar en los pueblos que aman la paz, el aplastante peso de los armamentos”.
Si no encaramos esta realidad con valor; si no escuchamos las palabras de quienes clamaron por la paz en medio de la guerra; si fracasamos en cumplir las promesas que nuestros países formularon a sus pueblos, defraudamos no sólo a nuestros niños, sino también a nuestros padres y abuelos. Defraudamos a las personas cuyo sacrificio en el campo de batalla pretendía acelerar el fin de ese sacrificio. Defraudamos a las personas que, con cortinas negras en sus ventanas y el sonido de la guerra en sus oídos, pronunciaron palabras de paz, y esperaron que esas palabras se convirtieran en realidades.
En esta hora precisa, en este mundo necesitado, no tenemos más promesas que formular. Sólo tenemos promesas que cumplir. Y el poder para hacerlo está en nuestras manos.