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Opinión: La crisis constitucional hondureña

| Miércoles 01 julio, 2009




Opinión:
La crisis constitucional hondureña


Dr. Fernando Zamora Castellanos
Abogado constitucionalista

Con ocasión de mis labores de profesor universitario, me correspondió dirigir una investigación académica en derecho comparado centroamericano, que me permitió la oportunidad de estudiar la Constitución política hondureña, de la cual hoy extraigo conclusiones interesantes de compartir con relación a su actual crisis institucional.
La quiebra constitucional en Honduras —cuyas consecuencias políticas hemos conocido por medio de la prensa— puede analizarse en dos visibles etapas de ruptura.
Una primera etapa en este proceso de quebrantamiento al orden constitucional hondureño se da cuando el presidente Zelaya, en expresa violación al artículo quinto, doscientos treinta y nueve, y trescientos setenta y cuatro de dicha Constitución, ordena realizar, dentro del proceso electoral previsto para el domingo pasado, un referéndum sobre un tema que está absolutamente proscrito por el texto constitucional hondureño, como es el de la reelección presidencial.
En los artículos constitucionales citados, se establece claramente que, en materia de reelección y en materia de duración del periodo presidencial, el referéndum está absolutamente prohibido. Aún más, en los artículos aludidos, la Constitución hondureña además de impedir expresamente la realización de referéndum alguno en relación al tema, deniega claramente la posibilidad de reformar la Constitución en esa materia, adjudicándole a la norma antirreeleccionista un carácter pétreo.
Tan contundente es la norma constitucional al respecto, que el numeral doscientos treinta y nueve constitucional, determina que quien proponga la reforma a favor de la reelección presidencial, “o quienes la apoyen directa o aún indirectamente, cesarán de inmediato en el desempeño de sus respectivos cargos y quedarán inhabilitados por diez años para el ejercicio de toda función pública”.
El texto de este precepto constitucional citado, refleja la gravedad que el constituyente otorgó a la defensa del principio antirreeleccionista y las graves consecuencias que se le endilgan a quien pretenda su reforma. Así las cosas, y de acuerdo con lo expuesto, resulta claro que —en una primera instancia— el presidente Zelaya incurrió en un abierto e indiscutible quebrantamiento del orden constitucional hondureño al utilizar los recursos del Poder Ejecutivo para imponer y financiar una consulta oficial en esa materia.
Sin embargo, si lo que se debía era reprochar la transgresión del presidente Zelaya, el ordenamiento constitucional hondureño preveía un procedimiento legal correspondiente, y por supuesto que no consiste en la barbarie de allanarle su hogar, secuestrarlo y expulsarlo del país, lo que de por sí está expresamente prohibido por el numeral ciento dos de la Constitución hondureña, que impide expatriar a un hondureño.
La solución jurídica del entuerto ocasionado por Zelaya debía resolverse de conformidad con lo contemplado en los artículos doscientos ocho, trescientos trece, y trescientos dieciséis de esa Constitución Política.
En dichos procedimientos son los poderes Legislativo y Judicial los que resultan protagonistas. En el Poder Legislativo, es la Comisión permanente del Congreso, a la que según el ordenamiento le corresponde recibir las denuncias por violaciones a su Constitución.
Por otra parte es a la Corte Suprema de Justicia, al poder que le corresponde conocer los procesos incoados contra los más altos funcionarios del Estado, y un tercer protagonista es el Tribunal Constitucional hondureño.
Este último, según aquella Ley Fundamental, dirime los conflictos entre los poderes estatales. Todo dentro del marco del debido proceso y con el implícito respeto de sus correspondientes etapas.
Así las cosas, resulta que la respuesta frente a la conducta arbitraria e inconstitucional en la que incurrió el presidente Zelaya no fue la que preveía el ordenamiento, sino por el contrario, fue una reacción aún más atávica y brutal contra el orden constitucional establecido, lo que tristemente refleja el alto grado de inmadurez política de esa noble nación hermana.

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