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Sábado, 14 de diciembre de 2024



FORO DE LECTORES


La vida está hacia adelante y no hacia atrás

Oscar Arias Sánchez redaccion@larepublica.net | Martes 24 mayo, 2022

OAS

Corren tiempos de cambio y de definición.

Hemos llegado a una encrucijada y debemos tomar decisiones.

Como seres humanos, no podemos confiar en que los inmensos cambios científicos y tecnológicos que presenciamos resolverán automáticamente los grandes dilemas de nuestra especie: el de cómo preservar la vida en el planeta, cada vez más amenazada por la codicia y la falta de previsión; el de cómo hacer posible una convivencia civilizada entre los pueblos, cada vez más acosada por los fundamentalismos políticos y religiosos y por el debilitamiento de la legalidad internacional; el de cómo realizar el precepto de que todos somos hijos de Dios e iguales ante sus ojos.

Este precepto es negado en la práctica por los crecientes niveles de desigualdad a escala global y por fenómenos de miseria que, a pesar de los progresos logrados, continúan siendo incompatibles con todo lo que decimos profesar.

Nada de esto se resolverá solo, porque está demostrado que ni el progreso económico ni el progreso científico conllevan necesariamente una elevación ética de la humanidad.

El progreso ético no es inevitable.

No se le espera como al paso de un cometa.

Se requiere desearlo y construirlo con todas nuestras fuerzas.

Para que la socialdemocracia pueda ejercer un liderazgo en estos momentos tan complejos en que vivimos ésta debe adaptarse a los tiempos, debe aceptar el cambio como un principio elemental, casi como un principio ideológico, debe saber leer el mundo del siglo XXI y demostrar que puede ser una socialdemocracia que, sin abdicar de sus principios y objetivos es capaz, al mismo tiempo, de revisar críticamente los instrumentos tradicionales de su acción política.

Los socialdemócratas somos conscientes de que las políticas que antes resultaron ser exitosas, no lo serán en medio de un mundo que ha cambiado y nos exige a nosotros que cambiemos también.

El cambio es lo único seguro que hay en el transcurso de nuestra vida.

Como la letra de aquella hermosa canción de Julio Numhauser que nos cantaba Mercedes Sosa, cambia lo superficial, cambia también lo profundo, cambia el modo de pensar, cambia todo en este mundo.

Nos guste o no cambiaron nuestros países, cambiaron nuestras instituciones, cambiamos nosotros y cambiaron nuestras aspiraciones.

El cambio y los principios son lo único que no cambia, y una socialdemocracia para nuestros días así debe comprenderlo.

Así lo comprendió el movimiento político al que pertenezco.

Liberación Nacional, el partido político que me dio la oportunidad de servirle a mi pueblo en dos ocasiones, ha venido adaptándose con los tiempos, ha venido abriendo caminos que otros partidos temieron abrir, ha sabido leer la Costa Rica y el mundo de este nuevo siglo.

Al igual que otros partidos socialdemócratas en América Latina y en Europa, los liberacionistas hemos venido renovando nuestra ideología, y hemos venido proclamando una socialdemocracia moderna y progresista tal y como la definimos cuando los liberacionistas me honraron haciéndome su candidato a la presidencia por segunda vez.

Una socialdemocracia que, contra todo tipo de obstáculos, puso a Costa Rica a caminar de nuevo.

Una socialdemocracia que, a pesar de su corta edad, le devolvió la esperanza a los costarricenses.

Una socialdemocracia que cree que el gasto público debe dirigirse prioritariamente a la inversión social, atendiendo las necesidades de los más débiles y de los más pobres.

Una socialdemocracia que cree en el potencial competitivo de nuestro país y en su capacidad para ocupar un sitial privilegiado en el mapa económico mundial.

Y porque así pensamos, nos atrevemos insertar a nuestra pequeña nación en la economía mundial negociando y aprobando Tratados de Libre Comercio con varios países y regiones del mundo.

El dilema sigue siendo el mismo: o diversificamos nuestra economía y exportamos bienes y servicios, o exportamos gente.

Ninguna tarea es más urgente en América Latina que la de lograr que el pueblo recupere su confianza en las instituciones democráticas, en los partidos políticos y en sus dirigentes.

Erosionada por muchos años, esa confianza ha sufrido terribles golpes derivados de escándalos de corrupción de una gravedad insospechada e inédita.

Como es bien sabido, la corrupción ofende a los ciudadanos, empobrece a los pueblos y subvierte a la democracia.

La corrupción no consiste únicamente en utilizar el poder político para el enriquecimiento personal ilegítimo.

La corrupción es mucho más que la colusión entre servidores públicos y empresarios, o entre servidores públicos y delincuentes, para sacar ventajas ilegales o moralmente cuestionables.

Hay otras vertientes de la corrupción que no están expuestas a la sanción legal y no siempre se someten al escrutinio de la opinión pública.

Cuando un líder sabe cuáles cambios son indispensables, pero se abstiene de proponerlos o de llevarlos a cabo por miedo a perder popularidad, no solo está dando una muestra de cobardía sino que está, además, corrompiendo los principios democráticos.

Hoy, el podio del gobernante se encuentra prácticamente en la sala, en el comedor o en la alcoba de cada familia y, por ello, su ejemplo puede ser constructivo o devastador para el individuo y para la sociedad.

Cuando conside­ramos los peligros que corre la demo­cracia, especialmente en países en donde la experiencia de­mocrática es nueva o vacilante, lo primero que viene a nues­tra mente es la ineptitud educativa de tantos gobernantes que en vez de luz, crean oscuridad al abrir abismos entre su pensamiento, su discu­rso y sus acciones.

Este doble lenguaje de muchos líderes es una práctica corruptora y degradante de los individuos, las sociedades y el sistema democrático.

Cuando se ausenta la verdad se desvanece la democracia.

Es corrupto olvidar que la participación en política o en el gobierno exige preparación, desprendimiento y voluntad de servir a los demás.

Hay corrupción en el político o el gobernante que confunde sus intereses personales con los intereses del estado y de la sociedad.

Hay corrupción cuando los gobernantes y la clase política utilizan el reparto de privilegios y canonjías para despojar a los partidos políticos, así como a otras organizaciones civiles, de sus principios éticos y de su fortaleza intelectual.

Creo que no hace falta que mencione nombres y apellidos para comprender que, en América Latina, hay líderes que se han valido de los mecanismos democráticos para subvertir las bases de la democracia.

Al ser electos por el pueblo, interpretan que su mandato es una patente de corso y emplean su poder no para promover el desarrollo humano de sus pueblos, sino para perseguir a la oposición, para cerrar medios de comunicación y para buscar reformas que les permitan perpetuarse eternamente en el mando.

Han borrado las fronteras entre los tres poderes del Estado; han acomodado las normas para ajustarlas a sus planes; han limitado las garantías individuales de los habitantes, en particular la libertad de expresión.

No se debe confundir el origen democrático de un régimen con el funcionamiento democrático del Estado, ni tampoco debemos confundir el mesianismo y la demagogia con la salida del laberinto del subdesarrollo.

Estas son prácticas que corrompen y degradan a los individuos, a las sociedades y al sistema democrático.

Desde sus orígenes la socialdemocracia ha luchado por la existencia de un estado vigoroso.

También precisamos de una socialdemocracia que sea honesta consigo misma y que admita que, por gloriosos que hayan sido algunos logros de la actividad del estado ningún principio socialdemócrata alcanza para justificar toda intervención estatal como intrínsecamente virtuosa y conveniente.

Frecuentemente, lo que hemos entendido por socialdemocracia no es más que una defensa sin cortapisas de un estatismo paralizante y hasta anti-democrático.

En efecto, nunca debemos presumir que el control estatal de los medios de producción o de los procesos sociales es equivalente a su control por parte de los ciudadanos.

Ya hemos visto muchos casos en que el dominio estatal de un servicio o institución no es otra cosa que una coartada para esconder su control por parte de grupos, gremios e intereses minoritarios.

Debemos entender que el control estatal no es igual al control democrático.

Los socialdemócratas creemos que el estado debe jugar un papel relevante en la corrección de los sesgos que genera el egoísmo de los mercados.

El capitalismo ha creado riqueza, pero la socialdemocracia ha creado bienestar.

Pero esto no significa que debemos anclarnos en el pasado.

Las instituciones no son un fin, sino un instrumento.

La defensa a ultranza de una institucionalidad caduca no puede ser el norte socialdemócrata.

Una socialdemocracia moderna y progresista es la que entiende que no necesitamos un estado grande, sino un estado fuerte, eficiente, bien financiado, capaz de regular el funcionamiento del mercado, y sometido al escrutinio permanente de los ciudadanos.

Que admita que, en muchos casos, es imprescindible rectificar el papel del estado, que es necesario liberar al sector privado de las ataduras que durante mucho tiempo lo condenaron a la ineficiencia y que es sano que la iniciativa privada se ocupe de muchas funciones productivas asumidas por el estado en el pasado.

Pero que al mismo tiempo comprenda que es irracional confundir la rectificación del papel del estado, con una mutilación indiscriminada de sus capacidades, inclusive de aquellas necesarias para llevar a cabo funciones como la redistribución de la riqueza, el combate a la pobreza, la integración social y la lucha por la inclusión, la inversión en capital humano e infraestructura, que el mercado difícilmente puede realizar y que resultan decisivas para el futuro de cualquier país y para el propio funcionamiento del mercado.

Una socialdemocracia moderna y progresista es aquella que no acepta desviación alguna en su lucha por preservar, fortalecer y ampliar los derechos humanos, las libertades individuales, la igualdad de género y su compromiso con una política de paz con la naturaleza: un amplio abanico de acciones climáticas contra el calentamiento global, ya que nunca debemos olvidar las palabras de nuestro científico Franklin Chang: “todos somos astronautas en la gran nave espacial que es la tierra”.

¡Cómo me gustaría ver en los partidos políticos contemporáneos un verdadero compromiso con la construcción de una cultura de paz y con una cruzada en contra del crecimiento del gasto militar!

No es un blasón de honor para nuestra especie continuar desperdiciando nuestros recursos en más armas y soldados y no dedicarlos a la satisfacción de las necesidades más básicas del ser humano.

Con ese dinero podríamos construir un mundo sin hambre ni pobreza y hasta nos sobrarían recursos, como alguna vez lo sugiriera Gabriel García Márquez, para perfumar de sándalo en un día de otoño las cataratas del Niágara.

Una socialdemocracia moderna y progresista es la que comprende que la disciplina macroeconómica, el control del gasto público, la deuda pública y la inflación no son el fruto de una delirante conspiración neoliberal, sino el legado de numerosos episodios de populismo corrupto e irresponsable en toda América Latina, que empobrecieron a los más humildes mucho más que cualquier privatización.

La disciplina macroeconómica es vital para cualquier proyecto socialdemócrata, no tanto porque facilite la inversión de los empresarios, sino porque protege el patrimonio de los asalariados y de los más vulnerables económicamente.

Una socialdemocracia moderna y progresista es aquella que es capaz de repensar la relación entre crecimiento económico y redistribución, y de rechazar de plano una dicotomía entre ambos términos.

Debemos entender que si es necesaria la solidaridad para solventar el rezago social de muchos latinoamericanos, esa solidaridad tiene un costo económico significativo que solo puede ser cubierto por una mayor eficiencia económica y un mayor crecimiento.

Ningún experimento de redistribución de riqueza que haya desconocido esta verdad ha conducido a otra cosa que no sea hiperinflación, inestabilidad política y, eventualmente, un mayor empobrecimiento y frustración de quienes menos tienen, como es el caso de Venezuela.

Pero también es preciso entender que mitificar el crecimiento económico y erigirse como fin de toda la política económica es equivocado desde el punto de vista ético y miope desde el punto de vista político.

A fin de cuentas, hemos tenido numerosos ciclos de crecimiento económico en América Latina en el pasado, milagros económicos de todo signo y duración, que con contadas excepciones no hicieron más que agudizar la pobreza, el desempleo y la mala distribución de la riqueza.

Yo también creo que el crecimiento económico no genera, por sí mismo, una mayor justicia social y que el goteo de beneficios económicos, tan defendido por los economistas conservadores, es demasiado poco para calmar una sed de justicia social arrastrada desde hace mucho.

Una socialdemocracia moderna y progresista es la que entiende que es necesario revisar nuestro ideario porque el mundo cambió.

La revolución tecnológica y el proceso de globalización están modificando aceleradamente la dinámica de las relaciones económicas y políticas en el mundo.

El asombroso cambio de las tecnologías de la información y la comunicación, la inteligencia artificial, la creciente interdependencia que define a las relaciones económicas contemporáneas, la multiplicación y aceleración de los flujos de inversión, la irrupción de China como una potencia económica, la constitución de grandes bloques políticos y económicos en el mundo son solo algunas de las tendencias que definen el mundo en que vivimos.

Todas ellas producen enormes dislocaciones y generan no sólo oportunidades sino también amenazas.

Es crucial entender que esas tendencias están aquí para quedarse y que no hay ninguna posibilidad de cambiarlas y se debe, por lo tanto, encontrar la mejor manera de adaptarse a ellas.

Debemos admitir que, frente a esas tendencias, algunos de nuestros instrumentos tradicionales de acción política se han vuelto obsoletos.

Para que la socialdemocracia pueda ejercer un liderazgo el reto que tiene que demostrar es que es capaz de abrazar una socialdemocracia abierta al cambio; capaz de navegar entre las aguas del populismo de la izquierda y el fundamentalismo de la extrema derecha. Entendamos que ningún catecismo ideológico, por sofisticado que sea, es capaz de encerrar la inagotable riqueza de la vida.

La socialdemocracia es un credo flexible que desconfía de los recetarios programáticos y que, precisamente por ello, ha dado lugar a una gran variedad de prácticas y estilos políticos para perseguir sus objetivos.

La socialdemocracia es una inspiración, no un manual; es una brújula, no una camisa de fuerza.

Ejercitamos nuestro liderazgo socialdemócrata con la mirada puesta hacia el futuro. Nuestra tarea no es detener las manecillas del reloj mientras el tiempo y el mundo siguen inexorablemente su marcha.

Que nuestros países no sean iguales a los del pasado, sino mejores, siempre mejores.

Que aspiremos a vivir en un país que crea que la vida está hacia adelante y no hacia atrás, que juntos persigamos el reino del que nos hablaba Rabindranath Tagore:

"Donde la mente no teme y la cabeza se mantiene en alto; donde el conocimiento es libre; donde el mundo no ha estallado en fragmentos a causa de las estrechas paredes domésticas; donde las palabras surgen desde lo profundo de la verdad; donde el esfuerzo incansable extiende sus brazos hacia la perfección; donde el claro arroyo de la razón no ha perdido su camino por las arenas resecas del desierto de los hábitos muertos; donde la mente es llevada allá hacia el pensamiento y la acción siempre abiertas.

En ese cielo de libertad, Padre mío, deja que despierte mi pueblo".






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