Hablando Claro
| Miércoles 19 septiembre, 2007
Vilma Ibarra
Pocas experiencias vitales resultan tan gratificantes y enriquecedoras como descubrir sitios y conocer gente. Un lugar nuevo abre los sentidos; logra maravillarte porque te despierta sensaciones, sentimientos y pensamientos. Y con la gente pasa lo mismo. En los otros podemos vernos, podemos sorprendernos con cosas pequeñas que tal vez por cotidianas pasamos de lado o no valoramos en su justa medida. Podemos reconocer en su magnificencia un atardecer, el verdor del bosque, de la llanura y la montaña. Podemos revalorar una sonrisa, un cumplido, un nuevo abrazo. Podemos también aquilatar con legítimo orgullo y valía lo que somos, lo que hemos logrado construir en el edificio de nuestras vidas y también lo que tenemos.
Compartir con otros nos distancia de nuestra propia visión (corta por naturaleza) y nos permite ver nuestro entorno, nuestro pequeño mundo, con la mirada sorprendida de quien se asoma a una ventana por primera vez.
…
Eso me ocurrió el fin de semana cuando me fui a un BioCurso con una veintena de entusiastas ticos armados de cámaras, binoculares y entusiasmo suficiente como para descubrir el nuevo mundo. A la aventura se nos unieron los cuatro miembros de una familia española que ya traían impregnados los olores y colores de Monteverde, los teñideros de Río Celeste y el emblemático volcán Arenal.
Juntos caminamos por los hermosos humedales del Parque Nacional de Palo Verde y navegamos por el Tempisque en una travesía que tiene como punto culminante la espectacular Isla Pájaros. Después conocimos el Parque Nacional de Barra Honda con sus enigmáticas cavernas, el Rincón de la Vieja con su intensa actividad fumarólica y finalmente el Parque Nacional de Santa Rosa donde terminamos una extenuante jornada de tres días entonando el Himno Nacional en un momento de especial significado.
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Todo fue intenso. En un grupo así, todo es enseñanza. Uno encuentra motivos de inspiración. Ejemplos de superación. Actitudes ejemplarizantes de vida que nos hacen reflexionar sobre el verdadero valor de las cosas, de los otros, de nosotros mismos.
En uno de esos instantes especiales recorríamos una finca frente a Palo Verde y una familia de garzas blancas se alimentaba en el humedal. En medio de ellas, una garza rosada, imponente. Todos en silencio disfrutando de la escena. Conchita no pudo más. En ese momento quien sabe cuántas sensaciones invadieron su ser. Su voz entrecortada y sus ojos inundados como aquella sabana que observábamos, me hicieron voltear la mirada. En Madrid no vemos esto, me dijo. Me alegro mucho que tu viaje esté cumpliendo con las expectativas —le dije— ya contagiada por la emoción de aquella recién conocida.
Después de ese instante se escabulló a abrazar a su marido.
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De verdad que apreciamos poco lo que tenemos. Nos dejamos llevar por la vida como si se tratara de una carrera frenética que a veces no sabemos adonde nos conduce. Y solo si nos detenemos un instante, podremos virar, abrirnos a las maravillosas oportunidades que las puertas del descubrimiento nos reservan y vivir la vida con mayor plenitud. Eso sí, tenemos que proponérnoslo.
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