Gobernabilidad ¿a qué precio?
| Martes 17 julio, 2012
Gobernabilidad ¿a qué precio?
En días recientes, las páginas de este periódico han visto escribir a una serie de notables —tal vez menos conocidos que los notables que nombró el Gobierno, pero trabajando con igual mística que ellos— sobre el tema de la llamada “ingobernabilidad”.
Como otros términos “bandera” (Pedro Haba), la ingobernabilidad significa diferentes cosas para diferentes personas. Definamos el término gobernabilidad, para estos fines, como la situación en la que concurren un conjunto de condiciones favorables para la acción de gobierno, que se sitúan en su entorno o son intrínsecas a este (Manuel Alcántara).
Dos aproximaciones al problema me llamaron la atención: las de los señores David Gutiérrez y José Conejo. Con evidente reflexión, don David propone, entre otros, evitar la ingobernabilidad limitando el acceso a la Sala Constitucional, y creando —además— sanciones para la parte perdidosa y obligando al recurrente a rendir costas; limitando a la Contraloría a acciones ex post y no ex ante, y permitiendo el uso de los dineros de los fondos de pensiones para financiar infraestructura pública.
Don José Conejo, en cambio, opina que debe verse con cuidado el tema, pues el Poder Ejecutivo puede estar creando un mito de ingobernabilidad. Coincido plenamente con don José.
Consta cómo, un día sí y otro también, la señora Presidenta sale al ataque de sus frenos exógenos, a saber, las decisiones jurisdiccionales (especialmente, pero no exclusivamente, las de la Sala Constitucional).
Consta cómo la Presidenta pidió que “la dejen gobernar”, lo cual en abstracto suena razonable. Pero, en concreto, ¿debía permitirse entonces que se pisoteara el Reglamento de la Asamblea para aprobar un plan fiscal que no gozaba de amplio consenso? ¿Debía la Sala Constitucional hacer la vista gorda con cada una de las violaciones de derechos fundamentales contenidas, por ejemplo, en la Ley de Tránsito? ¿Debía permitirse que el Ministerio de Seguridad hiciera retenes indiscriminados para impartir una falsa sensación de seguridad, en detrimento de la libertad de tránsito de ciudadanos inocentes?
Discrepo de don David: no debe limitarse de ninguna forma el acceso a la Sala Constitucional, ni mucho menos exigir a sus usuarios rendir costas, pues es un recurso expedito para que el ciudadano impugne las decisiones del Ejecutivo y del Legislativo que riñan con sus derechos fundamentales.
Endógenamente, es cierto que la tramitomanía es el principal enemigo de la gobernabilidad. Pero el polo contrario, la laxitud en los procedimientos, es amiga de la corrupción y de la chambonada, como lo demostró el fiasco de la Trocha 1856, el proyecto que pudo haber hecho que este Gobierno registrara un logro histórico.
La gobernabilidad depende, entonces, de la madurez política de nuestra sociedad, pero también de su capacidad para asumir responsabilidades compartidas en la toma e implementación de decisiones. No menos importante, depende del arte de gobernar correctamente.
Mauricio Brenes
En días recientes, las páginas de este periódico han visto escribir a una serie de notables —tal vez menos conocidos que los notables que nombró el Gobierno, pero trabajando con igual mística que ellos— sobre el tema de la llamada “ingobernabilidad”.
Como otros términos “bandera” (Pedro Haba), la ingobernabilidad significa diferentes cosas para diferentes personas. Definamos el término gobernabilidad, para estos fines, como la situación en la que concurren un conjunto de condiciones favorables para la acción de gobierno, que se sitúan en su entorno o son intrínsecas a este (Manuel Alcántara).
Dos aproximaciones al problema me llamaron la atención: las de los señores David Gutiérrez y José Conejo. Con evidente reflexión, don David propone, entre otros, evitar la ingobernabilidad limitando el acceso a la Sala Constitucional, y creando —además— sanciones para la parte perdidosa y obligando al recurrente a rendir costas; limitando a la Contraloría a acciones ex post y no ex ante, y permitiendo el uso de los dineros de los fondos de pensiones para financiar infraestructura pública.
Don José Conejo, en cambio, opina que debe verse con cuidado el tema, pues el Poder Ejecutivo puede estar creando un mito de ingobernabilidad. Coincido plenamente con don José.
Consta cómo, un día sí y otro también, la señora Presidenta sale al ataque de sus frenos exógenos, a saber, las decisiones jurisdiccionales (especialmente, pero no exclusivamente, las de la Sala Constitucional).
Consta cómo la Presidenta pidió que “la dejen gobernar”, lo cual en abstracto suena razonable. Pero, en concreto, ¿debía permitirse entonces que se pisoteara el Reglamento de la Asamblea para aprobar un plan fiscal que no gozaba de amplio consenso? ¿Debía la Sala Constitucional hacer la vista gorda con cada una de las violaciones de derechos fundamentales contenidas, por ejemplo, en la Ley de Tránsito? ¿Debía permitirse que el Ministerio de Seguridad hiciera retenes indiscriminados para impartir una falsa sensación de seguridad, en detrimento de la libertad de tránsito de ciudadanos inocentes?
Discrepo de don David: no debe limitarse de ninguna forma el acceso a la Sala Constitucional, ni mucho menos exigir a sus usuarios rendir costas, pues es un recurso expedito para que el ciudadano impugne las decisiones del Ejecutivo y del Legislativo que riñan con sus derechos fundamentales.
Endógenamente, es cierto que la tramitomanía es el principal enemigo de la gobernabilidad. Pero el polo contrario, la laxitud en los procedimientos, es amiga de la corrupción y de la chambonada, como lo demostró el fiasco de la Trocha 1856, el proyecto que pudo haber hecho que este Gobierno registrara un logro histórico.
La gobernabilidad depende, entonces, de la madurez política de nuestra sociedad, pero también de su capacidad para asumir responsabilidades compartidas en la toma e implementación de decisiones. No menos importante, depende del arte de gobernar correctamente.
Mauricio Brenes