Factor Humano
| Jueves 17 abril, 2008
Factor Humano
Virtud de virtudes
German Retana
german.retana@incae.edu
El éxito de un equipo no se alcanza simplemente por poseer recursos o bien, la voluntad de ganar. Tampoco se origina por creer en una visión o por ser un buen equipo de compañeros que pregonan su unión. Su fuente principal es aquella virtud por la cual, como dijo hace 100 años el poeta italiano Arturo Graf, las otras virtudes logran dar fruto: la constancia.
Por irracional que parezca, hay personas y equipos que desisten de la posibilidad de ser campeones solo porque no son capaces de persistir. Tienen todo para triunfar, excepto la disciplina de mantener el esfuerzo, el rumbo, y el método de trabajo sostenido en la dirección correcta. Dicen estar en un “proceso”, cuando en realidad es un “exceso” de improvisación y de apuesta a la suerte, de la que dependen los que no trabajan duro.
Cuando se carece de constancia, el equipo resulta ser como una veleta, ese frágil instrumento que se mueve al vaivén del viento; por más grande u ostentoso que sea, es el vaivén de las circunstancias el que los mueve. Así pueden ser las mentes de quienes dirigen equipos, acomodadas a las conveniencias de corto plazo, a la complacencia de intereses o a caprichos de algunos de sus jugadores o actores externos. Son constantes, sí, pero en cambiar de dirección. Lo contrario es igualmente riesgoso, cuando se confunde ser constante con ser testarudos y morir con una idea equivocada antes que ceder ante la evidencia; allí no hay “proceso” sino “poco seso”, como se dice popularmente.
La constancia une visión con resultados, convierte cada cuota de esfuerzo en un paso bien dado, y asegura el avance. Con ella se logra todo o algo, pero sin ella, es seguro que no se logrará nada. Según un viejo refrán, el perro le dice al hueso: “si tú estás duro, tranquilo porque yo tengo tiempo”. Y de eso trata la constancia, de luchar sin cesar, de comprender que no llegaremos más lejos por poseer fuerza, sino por usarla con perseverancia. La Madre Teresa lo advierte con claridad: “Para lograr que una lámpara esté siempre encendida, no debemos dejar de ponerle aceite”.
¡Cuánto lograríamos si fuéramos constantes! Si aprendiéramos de éxitos anteriores para continuarlos y mejorarlos, si entendiéramos que, como sugiere Pitágoras, con orden y tiempo se encuentra el secreto de hacerlo todo, y de hacerlo bien. La historia reciente del deporte cuenta de muchos equipos que, sin jugadores de renombre, sin estrellas, con pocas capacidades técnicas y recursos escasos, pero sin excusas, se pusieron el “overol” de la virtud de las virtudes y fueron sencillamente constantes, convencidos de que solo los que jamás abandonan el combate ni a sí mismos, serán inscritos en las páginas de la celebridad, pues ¿quién recuerda al que desiste?
Virtud de virtudes
German Retana
german.retana@incae.edu
El éxito de un equipo no se alcanza simplemente por poseer recursos o bien, la voluntad de ganar. Tampoco se origina por creer en una visión o por ser un buen equipo de compañeros que pregonan su unión. Su fuente principal es aquella virtud por la cual, como dijo hace 100 años el poeta italiano Arturo Graf, las otras virtudes logran dar fruto: la constancia.
Por irracional que parezca, hay personas y equipos que desisten de la posibilidad de ser campeones solo porque no son capaces de persistir. Tienen todo para triunfar, excepto la disciplina de mantener el esfuerzo, el rumbo, y el método de trabajo sostenido en la dirección correcta. Dicen estar en un “proceso”, cuando en realidad es un “exceso” de improvisación y de apuesta a la suerte, de la que dependen los que no trabajan duro.
Cuando se carece de constancia, el equipo resulta ser como una veleta, ese frágil instrumento que se mueve al vaivén del viento; por más grande u ostentoso que sea, es el vaivén de las circunstancias el que los mueve. Así pueden ser las mentes de quienes dirigen equipos, acomodadas a las conveniencias de corto plazo, a la complacencia de intereses o a caprichos de algunos de sus jugadores o actores externos. Son constantes, sí, pero en cambiar de dirección. Lo contrario es igualmente riesgoso, cuando se confunde ser constante con ser testarudos y morir con una idea equivocada antes que ceder ante la evidencia; allí no hay “proceso” sino “poco seso”, como se dice popularmente.
La constancia une visión con resultados, convierte cada cuota de esfuerzo en un paso bien dado, y asegura el avance. Con ella se logra todo o algo, pero sin ella, es seguro que no se logrará nada. Según un viejo refrán, el perro le dice al hueso: “si tú estás duro, tranquilo porque yo tengo tiempo”. Y de eso trata la constancia, de luchar sin cesar, de comprender que no llegaremos más lejos por poseer fuerza, sino por usarla con perseverancia. La Madre Teresa lo advierte con claridad: “Para lograr que una lámpara esté siempre encendida, no debemos dejar de ponerle aceite”.
¡Cuánto lograríamos si fuéramos constantes! Si aprendiéramos de éxitos anteriores para continuarlos y mejorarlos, si entendiéramos que, como sugiere Pitágoras, con orden y tiempo se encuentra el secreto de hacerlo todo, y de hacerlo bien. La historia reciente del deporte cuenta de muchos equipos que, sin jugadores de renombre, sin estrellas, con pocas capacidades técnicas y recursos escasos, pero sin excusas, se pusieron el “overol” de la virtud de las virtudes y fueron sencillamente constantes, convencidos de que solo los que jamás abandonan el combate ni a sí mismos, serán inscritos en las páginas de la celebridad, pues ¿quién recuerda al que desiste?