Ese ángel llamado madre
| Sábado 15 agosto, 2009
Ese ángel llamado madre
Desde el momento mismo de la concepción se inicia una relación de simbiosis única, entre madre e hijo o hija, revelándose en este acto sublime toda la magnificencia del Creador. Igual que la tierra a la semilla que en ella germina; se entrega entera una madre, aun sin saber, a su nueva criatura. Comparte su organismo, su sangre y su corazón. ¡Qué más es necesario indicar para entender que no erróneamente el mayor de los omniscientes, dejó como uno de sus mandatos: honrar a padre y madre! Mas, destaco aquí la obligación que nos asiste con una madre, no por entonar el día que pronto se conmemorará comercialmente, pero sí porque ese ser lo merece.
¡Cuántos somos producto más que de un momento de amor consumado, de un acto de ímpetu disfrazado! ¡Cuántos más, de la desidia de un padre irresponsable, al que nunca conocimos; cuántos de violencia! Pero todos de una amorosa madre, que luchó nueve largos meses contra cientos de males, entre “antojos” insatisfechos, “achaques” ingratos y largas noches de insomnio, posiblemente en soledad absoluta e incertidumbre. Un ser que se negó a sacarnos de su vientre; pese a recomendaciones multitudinarias y hasta médicas. Una mujer bella por dentro, mucho más que la más preciosa perla, aunque por fuera, por las penurias vividas, así no lo sea. Dios le dio la opción, ella tomó la decisión.
Tantos hemos sido testigos de la repetición del milagro del Monte de Galilea, cuando nuestra madre alimentó a ocho con un plato de arroz y una taza de leche. Tantos la vimos sacar fuerzas de sus más crudas flaquezas para alentarnos. Tantos hemos cuestionado la capacidad humana, al verlas trabajar noche y día para sacarnos avante, y aún así tener dulzura para darnos un abrazo y una sonrisa.
Segura estoy de que no a muchos les resulta ajenas las circunstancias apuntadas, segura estoy que es esta, parte de la historia de la madre de más de uno que está leyendo esta humilde reflexión. Lamentablemente, segura también estoy de que muchas de estas madres están hoy en convivencia forzada, siendo tratadas como un objeto para desechar; ignoradas y maltratadas, o en condiciones precarias; en asilos de ancianos sin visita alguna, en hospitales confinadas al olvido y hasta en calles abandonadas.
Quiera Dios no sea este su caso, porque no habrá compasión en el otro mundo que pudiera salvarle, ni ley en este que suficientemente le castigara. Ese ángel llamado madre, que nos dio el Señor, no tenemos tesoro alguno con que resarcirle tanto; mas sí podemos, hoy que sus fuerzas físicas y mentales casi la abandonan, rodearle de amor y comprensión, protegerla, defenderla del frío del alma que pueda sentir, de los sinsabores que ahora pesan tanto en sus viejos y cansados huesos; devolverle, al menos un poco de lo mucho que nos dio. Igual que el árbol o la planta retribuyen a la tierra con su sombra y la abandonan hasta que cortan sus raíces, protejamos a nuestra madre, hasta el fin de sus días o de nuestros días. Es nuestra obligación y a la vez el aseguramiento de paz y la construcción de nuestra felicidad. ¿Qué del hombre sucediera, si a su lado no tuviera en la infancia, de una madre el dulce anhelo, sus caricias, su consuelo, su constancia? Rafael Carvajal.
María Gamboa Aguilar
Desde el momento mismo de la concepción se inicia una relación de simbiosis única, entre madre e hijo o hija, revelándose en este acto sublime toda la magnificencia del Creador. Igual que la tierra a la semilla que en ella germina; se entrega entera una madre, aun sin saber, a su nueva criatura. Comparte su organismo, su sangre y su corazón. ¡Qué más es necesario indicar para entender que no erróneamente el mayor de los omniscientes, dejó como uno de sus mandatos: honrar a padre y madre! Mas, destaco aquí la obligación que nos asiste con una madre, no por entonar el día que pronto se conmemorará comercialmente, pero sí porque ese ser lo merece.
¡Cuántos somos producto más que de un momento de amor consumado, de un acto de ímpetu disfrazado! ¡Cuántos más, de la desidia de un padre irresponsable, al que nunca conocimos; cuántos de violencia! Pero todos de una amorosa madre, que luchó nueve largos meses contra cientos de males, entre “antojos” insatisfechos, “achaques” ingratos y largas noches de insomnio, posiblemente en soledad absoluta e incertidumbre. Un ser que se negó a sacarnos de su vientre; pese a recomendaciones multitudinarias y hasta médicas. Una mujer bella por dentro, mucho más que la más preciosa perla, aunque por fuera, por las penurias vividas, así no lo sea. Dios le dio la opción, ella tomó la decisión.
Tantos hemos sido testigos de la repetición del milagro del Monte de Galilea, cuando nuestra madre alimentó a ocho con un plato de arroz y una taza de leche. Tantos la vimos sacar fuerzas de sus más crudas flaquezas para alentarnos. Tantos hemos cuestionado la capacidad humana, al verlas trabajar noche y día para sacarnos avante, y aún así tener dulzura para darnos un abrazo y una sonrisa.
Segura estoy de que no a muchos les resulta ajenas las circunstancias apuntadas, segura estoy que es esta, parte de la historia de la madre de más de uno que está leyendo esta humilde reflexión. Lamentablemente, segura también estoy de que muchas de estas madres están hoy en convivencia forzada, siendo tratadas como un objeto para desechar; ignoradas y maltratadas, o en condiciones precarias; en asilos de ancianos sin visita alguna, en hospitales confinadas al olvido y hasta en calles abandonadas.
Quiera Dios no sea este su caso, porque no habrá compasión en el otro mundo que pudiera salvarle, ni ley en este que suficientemente le castigara. Ese ángel llamado madre, que nos dio el Señor, no tenemos tesoro alguno con que resarcirle tanto; mas sí podemos, hoy que sus fuerzas físicas y mentales casi la abandonan, rodearle de amor y comprensión, protegerla, defenderla del frío del alma que pueda sentir, de los sinsabores que ahora pesan tanto en sus viejos y cansados huesos; devolverle, al menos un poco de lo mucho que nos dio. Igual que el árbol o la planta retribuyen a la tierra con su sombra y la abandonan hasta que cortan sus raíces, protejamos a nuestra madre, hasta el fin de sus días o de nuestros días. Es nuestra obligación y a la vez el aseguramiento de paz y la construcción de nuestra felicidad. ¿Qué del hombre sucediera, si a su lado no tuviera en la infancia, de una madre el dulce anhelo, sus caricias, su consuelo, su constancia? Rafael Carvajal.
María Gamboa Aguilar