El fin del mundo
| Lunes 27 febrero, 2012
El fin del mundo
La mañana del viernes 24 de febrero, al pasar por la tienda acostumbrada camino al trabajo, me recibió la portada del diario LA REPUBLICA anunciándome el fin del mundo. “¡Caramba, me lo perdí!” pensé en el acto. Tomé el periódico y fui por un café (de todas maneras, si ya se había acabado, bien podía esperar un poco antes de empezar a leer). Jamás creí llegar a ver publicada semejante cosa, con fotografías y todo, después de sucedidos los hechos.
Una segunda mirada, luego de que el café me reanimara (benditos vicios) me aclaró que no se había acabado el mundo, solo la civilización. Menudo detalle. Las imágenes las reconocía, me quejo de ellas a diario: ese bus atravesado en medio cruce, las alcantarillas abiertas como trampas mortales, la basura por doquier, las rejas de las casas.
Tantas otras vinieron a mi mente: el carro que bloquea el paso a la ambulancia, o el otro que la sigue a toda prisa cual parásito, el tipo que logra meterse triunfalmente en la fila, aquella niña pidiendo a los clientes de un restaurante. Y tras cada imagen; yo, yo y yo.
Volteé la página esperando encontrar el insigne reportaje, pero nada. Si era un editorial gráfico, quizá el “editorial escrito” dijera algo, pero no. ¿Será que solo querían provocarme? Pues lo han logrado.
Y es que la noticia es tan vieja como cierta. Me importa si me afecta, me quejo si soy la víctima, pero cuando es otro me da igual lo que pase. Después de todo, como diría un conocido “¿a mí qué?”.
Antes yo bromeaba con que las personas menores de 30 años no entendían cómo 1984 podía ser el nombre de una novela futurista. Pero en aquella trama que Orwell ideó a mediados del siglo anterior nos auguraba cosas de nuestro presente. “Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro escribía, figúrate una bota aplastando un rostro humano… incesantemente”.
La estampa de nuestro egoísmo, es el mayor signo de la modernidad. Pasar sobre quien sea, asegurar el bien propio a toda costa. ¿Y el bien común, y el prójimo? Conceptos en desuso.
Hemos olvidado que aquello que otrora se llamaba civilización no era otra cosa que ocuparnos los unos de los otros. Renunciar a la satisfacción irracional de mis deseos en beneficio de la racionalidad de la convivencia. Mi libertad, la tuya, la nuestra. Nuestros derechos, nuestro país, nuestro mundo. No mío, nuestro.
El leviatán que nos protegía del abuso se convirtió ahora en una jauría de lobos solitarios. El cuerpo social se ha transformado en una masa informe donde el brazo vela por su bienestar a costa de los órganos vitales. El contrato social parece podrirse en el fondo de aquella alcantarilla abierta y atiborrada de basura. Allí está la civilización, allí la bota con la que nos aplastamos los unos a los otros.
No es 2012 la fecha dada para el fin del mundo tal cual lo conocíamos. Eso pasó hace tiempo mientras nos preocupaba solo nuestro café y el periódico bajo el brazo y sorteábamos o ignorábamos a los que se nos cruzaban en las calles.
No pienso en el mañana, sino en el hoy. Pues todo final hasta el de la civilización puede implicar también un nuevo principio.
Rafael León Hernández
Psicólogo
La mañana del viernes 24 de febrero, al pasar por la tienda acostumbrada camino al trabajo, me recibió la portada del diario LA REPUBLICA anunciándome el fin del mundo. “¡Caramba, me lo perdí!” pensé en el acto. Tomé el periódico y fui por un café (de todas maneras, si ya se había acabado, bien podía esperar un poco antes de empezar a leer). Jamás creí llegar a ver publicada semejante cosa, con fotografías y todo, después de sucedidos los hechos.
Una segunda mirada, luego de que el café me reanimara (benditos vicios) me aclaró que no se había acabado el mundo, solo la civilización. Menudo detalle. Las imágenes las reconocía, me quejo de ellas a diario: ese bus atravesado en medio cruce, las alcantarillas abiertas como trampas mortales, la basura por doquier, las rejas de las casas.
Tantas otras vinieron a mi mente: el carro que bloquea el paso a la ambulancia, o el otro que la sigue a toda prisa cual parásito, el tipo que logra meterse triunfalmente en la fila, aquella niña pidiendo a los clientes de un restaurante. Y tras cada imagen; yo, yo y yo.
Volteé la página esperando encontrar el insigne reportaje, pero nada. Si era un editorial gráfico, quizá el “editorial escrito” dijera algo, pero no. ¿Será que solo querían provocarme? Pues lo han logrado.
Y es que la noticia es tan vieja como cierta. Me importa si me afecta, me quejo si soy la víctima, pero cuando es otro me da igual lo que pase. Después de todo, como diría un conocido “¿a mí qué?”.
Antes yo bromeaba con que las personas menores de 30 años no entendían cómo 1984 podía ser el nombre de una novela futurista. Pero en aquella trama que Orwell ideó a mediados del siglo anterior nos auguraba cosas de nuestro presente. “Si quieres hacerte una idea de cómo será el futuro escribía, figúrate una bota aplastando un rostro humano… incesantemente”.
La estampa de nuestro egoísmo, es el mayor signo de la modernidad. Pasar sobre quien sea, asegurar el bien propio a toda costa. ¿Y el bien común, y el prójimo? Conceptos en desuso.
Hemos olvidado que aquello que otrora se llamaba civilización no era otra cosa que ocuparnos los unos de los otros. Renunciar a la satisfacción irracional de mis deseos en beneficio de la racionalidad de la convivencia. Mi libertad, la tuya, la nuestra. Nuestros derechos, nuestro país, nuestro mundo. No mío, nuestro.
El leviatán que nos protegía del abuso se convirtió ahora en una jauría de lobos solitarios. El cuerpo social se ha transformado en una masa informe donde el brazo vela por su bienestar a costa de los órganos vitales. El contrato social parece podrirse en el fondo de aquella alcantarilla abierta y atiborrada de basura. Allí está la civilización, allí la bota con la que nos aplastamos los unos a los otros.
No es 2012 la fecha dada para el fin del mundo tal cual lo conocíamos. Eso pasó hace tiempo mientras nos preocupaba solo nuestro café y el periódico bajo el brazo y sorteábamos o ignorábamos a los que se nos cruzaban en las calles.
No pienso en el mañana, sino en el hoy. Pues todo final hasta el de la civilización puede implicar también un nuevo principio.
Rafael León Hernández
Psicólogo