El milagro que me cambió
Redacción La República redaccion@larepublica.net | Lunes 26 mayo, 2008
El milagro que me cambió
Karen Retana
kretana@larepublica.net
Mi pequeño Andrés vino al mundo un 26 de mayo a la 1.15 a.m. Esa madrugada, Ronny y yo recibimos con emoción un tesoro único e irrepetible. El milagro de la vida se materializó con la llegada de un bebé sano y fuerte.
Hoy, 365 días después, quiero confesar que mi vida cambió radicalmente. No solo me refiero a la gran responsabilidad que implica cuidar, educar y proteger a un hijo, sino también a que su llegada originó un espacio cuya existencia desconocía antes.
A partir de su nacimiento empecé a experimentar ese maravilloso sentimiento llamado amor. Un amor diferente a cualquier otro. Este es sincero, puro, proviene del corazón, es incondicional, solamente se ofrece y no se espera nada a cambio.
Antes era desconocido para mí el vínculo entre una madre y un hijo. Ahora comprendo que ese lazo es tan fuerte que impulsa a luchar y seguir adelante ante cualquier adversidad, con el objetivo de ofrecerle lo mejor y verlo feliz.
Un hijo viene a llenar un espacio en el corazón que recompensa los sacrificios y el cansancio por cumplir el rol de madre y de profesional. Eso ocurre cada noche, cuando Andrés se lanza a mis brazos al escuchar mi voz, cuando me recibe con una sonrisa y une sus manitas para aplaudir o cuando me despierta en las madrugadas llamándome mamá.
Debo admitir que la maternidad también me ha transformado en una persona más sensible al dolor ajeno, más cercana a aquellas madres que hoy lloran la pérdida de sus hijos por la impunidad y la delincuencia.
Ser madre me ha convertido también en una idealista, alguien que sueña con un mundo más justo, más equitativo y seguro. Anhelo el día en que mi hijo y el suyo puedan salir a jugar sin temor, tal como lo hacían nuestros abuelos.
Hoy quiero proponerles, estimados lectores, que dejemos de señalar y juzgar y empecemos a convertirnos en artífices del cambio a través de soluciones.
Todos tenemos limitaciones, pero en nuestras manos está la posibilidad de hacer la diferencia y el cambio se inicia desde nuestros hogares.
La construcción de valores como el respeto, el amor y la tolerancia desde el seno familiar deben convertirse en las bases para forjar a los futuros ciudadanos que dirigirán el rumbo de este país.
Ignoro cuánto tiempo más estaré en este mundo, pero mientras ese día llega, viviré al máximo la hermosa experiencia de ser madre. Le pido a Dios que nos brinde la sabiduría y el discernimiento para guiar a nuestro pequeño hijo.
Hoy solo aprovecho la oportunidad para desearle a mi bebé un feliz cumpleaños. Gracias por este primer año de vida con nosotros, te amamos y procuraremos ser ejemplo para ti no solo en la teoría, sino también en la práctica.
Karen Retana
kretana@larepublica.net
Mi pequeño Andrés vino al mundo un 26 de mayo a la 1.15 a.m. Esa madrugada, Ronny y yo recibimos con emoción un tesoro único e irrepetible. El milagro de la vida se materializó con la llegada de un bebé sano y fuerte.
Hoy, 365 días después, quiero confesar que mi vida cambió radicalmente. No solo me refiero a la gran responsabilidad que implica cuidar, educar y proteger a un hijo, sino también a que su llegada originó un espacio cuya existencia desconocía antes.
A partir de su nacimiento empecé a experimentar ese maravilloso sentimiento llamado amor. Un amor diferente a cualquier otro. Este es sincero, puro, proviene del corazón, es incondicional, solamente se ofrece y no se espera nada a cambio.
Antes era desconocido para mí el vínculo entre una madre y un hijo. Ahora comprendo que ese lazo es tan fuerte que impulsa a luchar y seguir adelante ante cualquier adversidad, con el objetivo de ofrecerle lo mejor y verlo feliz.
Un hijo viene a llenar un espacio en el corazón que recompensa los sacrificios y el cansancio por cumplir el rol de madre y de profesional. Eso ocurre cada noche, cuando Andrés se lanza a mis brazos al escuchar mi voz, cuando me recibe con una sonrisa y une sus manitas para aplaudir o cuando me despierta en las madrugadas llamándome mamá.
Debo admitir que la maternidad también me ha transformado en una persona más sensible al dolor ajeno, más cercana a aquellas madres que hoy lloran la pérdida de sus hijos por la impunidad y la delincuencia.
Ser madre me ha convertido también en una idealista, alguien que sueña con un mundo más justo, más equitativo y seguro. Anhelo el día en que mi hijo y el suyo puedan salir a jugar sin temor, tal como lo hacían nuestros abuelos.
Hoy quiero proponerles, estimados lectores, que dejemos de señalar y juzgar y empecemos a convertirnos en artífices del cambio a través de soluciones.
Todos tenemos limitaciones, pero en nuestras manos está la posibilidad de hacer la diferencia y el cambio se inicia desde nuestros hogares.
La construcción de valores como el respeto, el amor y la tolerancia desde el seno familiar deben convertirse en las bases para forjar a los futuros ciudadanos que dirigirán el rumbo de este país.
Ignoro cuánto tiempo más estaré en este mundo, pero mientras ese día llega, viviré al máximo la hermosa experiencia de ser madre. Le pido a Dios que nos brinde la sabiduría y el discernimiento para guiar a nuestro pequeño hijo.
Hoy solo aprovecho la oportunidad para desearle a mi bebé un feliz cumpleaños. Gracias por este primer año de vida con nosotros, te amamos y procuraremos ser ejemplo para ti no solo en la teoría, sino también en la práctica.